Presentar a Juan Ramón Barat ‘persona’ es fácil: podría hablaros de su bonhomía, de su entusiasmo natural, de la pasión que pone en todo lo que acomete, de su optimismo congénito, de su extraordinario amor a la familia y a la literatura, del gran valor que le da a la palabra amistad o de lo mucho que ama el deporte del balompié y, en concreto, a nuestro Valencia Club de Fútbol. Y si fuera necesario, que no lo es, podría estar citando durante un buen rato el resto de sus numerosas virtudes, que en el otro lado de la balanza presentan muy pocos y casi imperceptibles defectos.
Ahora bien, presentar a Juan Ramón Barat ‘escritor’ ya no resulta una empresa tan sencilla: porque es un autor de múltiples y variados registros, y habría que estar muy puesto en la narrativa infantil, juvenil e histórica para dar la talla, sobre todo teniendo en cuenta que su producción abarca, y con enorme éxito, esas mismas e incluso alguna otra disciplina literaria y hasta musical.
Pero hoy por suerte para mí vamos a hablar de poesía, ese germen creativo que se cultiva a través de las palabras, los versos y las estrofas, y cuyos frutos son esas raras especies boscosas que se llaman poemas y que despiden extraños aromas que inspiramos con nuestros sentidos interiores, los cuales van más allá de los cinco que utilizamos habitualmente.
A la hora de pensar en clave poética, la que esta mañana nos interesa, el propio Juan Ramón Barat me ha confesado en varias ocasiones que tiene un interruptor intelectual, ubicado no sé bien dónde, que pulsa de forma natural cuando quiere cambiar de escribir prosa a escribir poesía. Y yo he podido observar, por los resultados, que ese interruptor le funciona a la perfección. Gracias a él logra desconectar de su quehacer novelístico o cuentista, de esas tramas que le llevan a dar vida y acción a sus personajes literarios o teatrales, para ponerse en ‘modo poeta’ y empezar a dejarnos a todos con la boca abierta al mostrarnos cada nuevo texto lírico que termina para disfrute propio y el de sus admirados lectores.
Ya en sus anteriores libros, titulados ‘La coartada del lobo’, ‘Como todos ustedes’, ‘Piedra primaria’, ‘Breve discurso sobre la infelicidad’, ‘Confesiones de un saurio’, ‘Malas compañías’, ‘Mapa cifrado’ y particularmente en su más reciente ‘La brújula ciega’, Barat ha acreditado ser un poeta de amplio espectro, que conoce perfectamente las tierras y los cielos en los que se mueve, y que demuestra dominar, aquellas con pisada firme y los otros con largo vuelo.
Juan Ramón, que tal vez por casualidad o por destino fue bautizado con el ilustre nombre del genio de Moguer, mediante cada uno de sus poemas, nos toca las fibras del alma, del corazón y hasta del estómago -en el más emotivo de los sentidos-, y lo hace como si estuviera tocando las cuerdas imaginarias de una guitarra, unas veces de manera más gozosa y celebratoria, otras de forma más desengañada y melancólica y en muchas de ellas de modo abiertamente trascendental.
En el volumen que presentamos hoy aquí, en su querida Valencia, y en esta activa librería, ‘El Imperio de los libros’, que dirige con tanto valor y entusiasmo nuestra apreciada Mamen Monsoriu, Juan Ramón Barat reúne un conjunto de 45 textos poéticos confesionales, agrupados bajo el definitorio título de ‘SI PREGUNTAN POR MÍ’, en los que el autor combina una gran suerte de variaciones temáticas.
El libro empieza con un espléndido canto al veneno de la poesía, ese maravilloso bebedizo que alguien nos da a probar en cierto momento de nuestra vida y se nos cuela en las venas para no abandonarnos jamás. En este caso la perversa inductora fue ‘aquella profesora que leía en voz alta -labios rojos, zapatos de tacón, cabellos como el trigo- los versos de Machado mientras se paseaba por el aula’. Una auténtica institutriz severa que al Juan Ramón Barat de doce o trece años debía de parecerle la fascinación hecha carne y que tuvo la gracia de alistar su adolescente corazón como voluntario a las filas de la lírica, hasta convertirlo en el soldado poético en que se ha convertido y todos conocemos.
Ese poema, titulado ‘Sol de la infancia’ en homenaje a Don Antonio Machado, da sentido por sí solo a todo el poemario, es casi un himno que estoy seguro acabará sonando en la voz de su autor esta misma mañana, para gozo de nuestros entregados y agradecidos oídos.
Tras esa magistral pieza poética, cinco textos más conforman la primera sección del libro, igualmente pretitulada ‘SOL DE LA INFANCIA’, en la que vemos transcurrir momentos puntuales que marcaron aquella decisiva etapa, encuadrada en el límite del cambio a la adolescencia de nuestro Juan Ramón, una etapa plagada de símbolos como el columpio colgado en un algarrobo centenario, como los besos robados a las bocas más cercanas en cines de verano o en gloriosos partidos de fútbol, o como esas espinas que se han quedado clavadas en la conciencia del poeta por los pequeños animales que sacrificó con la inocente maldad del niño que juega a ser un dios menor.
En la segunda parte del libro, AMOR Y GEOMETRÍA, el pasado inmediato y el presente toman las riendas de la acción poética y nos desvelan un Barat casi convertido en ‘voyeur’, o sin el casi, que nos mete de lleno en la intimidad de su celebración amorosa. Poemas como ‘Dramatis personae’ o ‘Venus en la ducha’ nos hacen partícipes de una relación a dos voces, una parlante y otra muda, de una especie de monólogo dialogado en verso con el ser amante y amado, con el ser profunda y eternamente deseado y deseante.
El tercer apartado del volumen, el que contiene en su seno más poemas y aparece bajo el hermoso y anfibológico título de BARRO SOLO, despliega un amplio abanico temático en sus combinados textos. Algunos de ellos se mueven en torno a la reflexión meditativa, como precisamente el que presta nombre a la sección, en el cual el poeta, tras una cita de Blas de Otero que dice “Aquí tenéis mi voz / alzada contra el cielo de los dioses absurdos”, va definiendo su propia fragilidad e intrascendencia como habitante del mundo, algo que expresa muy bien en los últimos versos del poema…
Con todo,
lo que más me asemeja
a cualquier ser humano
es el hondo temblor
ante lo incomprensible,
la gris mediocridad,
el dolor de saberme
fugaz e intrascendente
en el absurdo devenir del mundo.
Si preguntan por mí,
ya saben lo que soy:
una sombra entre sombras.
Barro solo.
Otras composiciones de este mismo apartado versan sobre las impresiones que el ojo del autor extrae al observar aquellos lugares, objetos o seres inanimados en los que cotidianamente no repara nuestra mirada. Buenos ejemplos de ello son los poemas titulados ‘Museo arqueológico’, ‘Besugo’, ‘Jazmín bajo la lluvia’, ‘Taza de café’ o ‘Anochecer en Chipude’.
También encuentra Barat espacio para el recuerdo familiar (precioso el poema ‘La rana’, dedicado a su hijo Dani) y para rendir tributo a algunos de los autores clásicos de su pasado laboral como profesor de lengua y literatura (en poemas como los titulados ‘Hexámetros dactílicos’ o ‘Variaciones sobre un tema de Shakespeare’). En conclusión, la especial ‘mirada baratiana’ desplegada sobre su entorno y su memoria, y traducida al verso expresivo de su particular escritura, muchas veces a caballo entre lo coloquial y lo sublime.
Y así llegamos a la cuarta y última parte del poemario, denominada EL CUENTO DE NUNCA ACABAR, en la que el autor replantea, desde el primer poema, su obsesión por lo efímero de la vida, por lo poco o casi nada que podemos aportar en la transformación del mundo, más allá del simple hecho de ir generando y perdiendo por el camino, uno a uno, pateados por las herraduras del tiempo, nuestros mejores sueños. También Barat vuelve a realizar en este tramo del libro, con alma y justicia, nuevos homenajes poéticos a dos de sus seres consanguíneos más queridos: a su madre, ese árbol de raíces hondas y de alta fronda, y a su hijo Ángel, mediante una breve epístola de ecos gongorinos. El poemario concluye con dos preciosas composiciones, la titulada como la propia sección que la contiene ‘El cuento de nunca acabar’ y la titulada ‘Epitafio’, en las que se confirma la toma de posición de Barat frente a la realidad vital, una posición que se me antoja como una mixtura entre la doctrina existencialista sartriana y el ‘carpe diem’ de Horacio.
Juan Ramón Barat no solo escribe poesía, sino que la somatiza, queda marcado por las cicatrices de sus versos y en ocasiones hasta nos muestra los estigmas de su pasión creativa a través de las páginas de sus intensos poemarios. Yo mismo he visto esas cicatrices y esos estigmas, e incluso los he rozado al ir leyendo muchos de los textos que conforman este ‘SI PREGUNTAN POR MÍ’, un libro -como en él se dice de la propia madre del poeta- de profunda hondura en sus raíces y de alta y luminosa espesura en su ramaje.