La poesía es un concepto abstracto, como el de Dios. Nadie sabe muy bien si existe o si no existe. Y en caso de que exista, nadie sabe qué diablos es, dónde está y cómo se manifiesta. Algunos dicen que Dios está en todas partes y, sin embargo, hay muchos que no lo encuentran por más que busquen y busquen. Lo mismo pasa con la poesía, a mi entender. Está y no está. Hay gente capaz de detectarla en cualquier lugar y momento, pero también hay gente que no la descubre jamás. Creo, en definitiva, que la poesía forma parte de la vida, que fluye a nuestro alrededor, como el aire, como la luz, etérea y trascendente. Pero al igual que toda abstracción (belleza, bondad, amor, egoísmo…) admite distintas interpretaciones. La mía es muy sencilla. Opino que poesía, en sentido genérico, es todo aquello que conmueve el alma humana: una puesta de sol, una mirada, una sonrisa, un abrazo, un sentimiento de amor o de frustración, la pérdida de un ser querido… La manifestación escrita de esa emoción espiritual es un texto literario al que llamamos poema. Otra cuestión es discernir cuándo un poema es bueno o es malo. Aquí los teóricos, los críticos y los especialistas (como teólogos de la palabra poética) podrán discutir sobre el ritmo, la rima, la música, la metáfora, el fondo y la forma… Podrán discutir, digo, hasta la extenuación sin que se pongan de acuerdo. Surgirán tendencias, escuelas, clasificaciones, etcétera… Pero nadie sabrá nunca dónde se esconde el misterio de la poesía. ¿Por qué un texto nos conmueve y otro no? ¿Qué es lo que hace que unos versos sacudan nuestra alma y otros nos dejen indiferentes? Ay, poesía, tan necesaria como el pan y como el agua, y a la vez tan inaprensible, tan escurridiza, tan misteriosa como el vivir.