DE NOVIEMBRE

Poesía de Elvira Vicente

2002

   El libro se nos presenta como una historia, como una aventura personal que transcurre en un escenario poético simbólico: noviembre y sus márgenes otoñales.

   Al comenzar la travesía por este espacio lírico, la autora hace un acto de confesión. Nos habla de fragilidad, de timidez y de indefensión frente al destino inalienable. Y en este acto de desnudez absoluta, la del alma frente al verso verdadero, se nos brinda la oportunidad de compartir lo más íntimo del “yo” poético, lo que dará soporte vital al testamento en el que se acabarán convirtiendo estas páginas amarillas.

   Como no podía ser menos, en el cúmulo de experiencias, recuerdos, anécdotas y vivencias que forman el riquísimo tapiz escénico del libro, hay momentos para el amor. Para ese amor frustrado que, como “un sueño imposible”, acabó siendo arrastrado por las hojas del otoño, y que dejó sobre la herida memoria “aristas de nostalgia”, un puñado de ceniza sobre el corazón.

   El tono melancólico se entreteje con la sensación de una derrota permanente. Con la ausencia de estrellas que desaparecen antes de tiempo, con la presencia de un inquietante silencio que acaba invadiendo el ánimo de la mujer que deambula peregrina “por las calles del otoño”, sola y desnuda.

   Soledad. La suficiente para encontrarse a sí misma y hurgar en lo más profundo del ser, la justa para llegar hasta el epicentro del alma y comenzar a expulsar los fantasmas de la memoria. Y rebeldía, ¿cómo no? la necesaria para no aceptar la “cadena perpetua” de la mediocridad.

   En esa búsqueda permanente de paz interior, Elvira Vicente pasa revista a todos los fragmentos de su personalidad, esos pedazos de su “yo” que como cristales rotos de un espejo imposible se le clavan en el alma. No puede faltar la presencia de Dios, un Dios con mayúscula, un Dios que es origen y misterio, mito y símbolo. Tal vez es posible radicar aquí la confesión más sincera de la autora: la que representa el diálogo consigo misma. “Desde el dedo de Dios / hasta el borde del alma”.

   Cálido homenaje a Shakespeare es el poema IX. Una lúcida recreación metaliteraria en la que la escritora realiza una pequeña broma lingüística existencial, donde asoma grave la pregunta universal: “desde el ser-o-no-ser al no-sé-dónde”.

   La adolescencia asoma tímidamente. Como un estado puro, incontaminado; como un paraíso donde era posible la luz. Lastimosa humillación la del tiempo que disuelve los contornos del recuerdo. No obstante, a pesar de todo, como un milagro, de vez en cuando revolotean “mariposas azules” en este otoño de sombras amarillas y humedades.

   De manera insistente, aparece en estos versos el tema de la poesía. De modo más amplio, deberíamos hablar de palabra y comunicación. La metáfora, figura retórica dominante en la composición poética, surge como personaje con el que es posible entablar un diálogo. “Metáforas (…) asaltadme esta noche sin estrellas”. Se retoma el tema de la noche sin luz, de ese espacio oscuro del alma en el que la vida se torna oleaje ciego y desesperado. Por ello, este mismo poema termina como una súplica y la escritora tratar de regresar de las ideas al mundo real “sin que nadie descubra mi locura”.

   Hay que mencionar la presencia de Afrodita, diosa griega del amor, como elemento erótico amoroso que otorga un hermoso contrapunto. Frente al tono ocre o gris de un otoño desabrido, la blancura carnal de la diosa se convierte en un lascivo guiño a un “carpe diem” solapado, pero latente en “vértices de locura”.

   Sin embargo, y a pesar de estos meandros deleitosos, las aguas otoñales del poemario transcurren por el cauce tenaz y monocorde de lo caduco, lo terminal, lo fragmentario. Volvemos siempre al sentimiento único de pérdida irrecuperable. Al latido germinal del adiós. Se diría que el libro oscila, como un péndulo infinito, entre un mundo acabado y un mundo que alborea, entre un crepúsculo y un amanecer. Entre dos otoños de distinto signo.

   Los poemas se convierten en pequeñas revelaciones, y el poemario en su conjunto acaba siendo una gran desahogo emocional. Los versos, al igual que pájaros sin dueño, se escapan de las manos de la escritora “sin despedida, firma ni posdata”, y vuelan libres entre los márgenes invisibles del tiempo. Y nos invitan a nosotros, cómplices lectores, a estar atentos “por si somos capaces de volar”.

   Musas, dioses, lluvias,  trenes, jardines con cipreses. Los recuerdos se confunden como “parcelas aliadas con la muerte”. Una mujer con distintos rostros espera bajo la lluvia lo imposible. Una mujer que puede ser Afrodita, Penélope, Sofía o Elvira. Una mujer al otro lado del reloj, del tiempo, que gime en mitad de la noche, “ciega de tanto olvido” y que, a pesar de todo, todavía “fabrica, sin prisa, fuegos artificiales”. Lo que en lenguaje ordinario podríamos llamar esperanza.

   Este trayecto poético y vital en ocasiones acaba pareciéndose a un viaje en tren. El tren como símbolo de la existencia. Con vagones, estaciones de parada y paisajes cambiantes. Otras veces, se asemeja a una noche con lluvia, a un jardín sin estrellas o a un viento ululante y perdido. Sin embargo, siempre hay un retorno a la analogía estacional. Desde el otoño permanente y perdurable, de manera tímida, parece asomar el deseo de una primavera mítica, más allá del escombro y la derrota.

   “Por las grietas azules de noviembre” se escapa la noche. Amanece. Los últimos estertores de esta sincera despedida nos sumen de nuevo en el deseo poético de la comunicación. Domina la gramática del sentimiento. Por ello, desfilan en el tramo último del libro “pretéritos perfectos, infames subjuntivos, presentes y gerundios, indefensos futuros…”.

   Indefensos futuros. Como una corazonada, Elvira Vicente nos regala un pronóstico. Un pronóstico que es de nuevo la fragilidad y la indefensión. “Me despido de ti / empapada de hojas y de viento.”

   El libro, que es un viaje interior, una búsqueda desesperada de luz, termina como una despedida. Como culminación de una trayectoria vital que a partir de ahora inicia una nueva andadura, un nuevo reto teñido de esperanza.

   Por último, digamos que a los aciertos líricos señalados hay que sumar la altísima calidad del ritmo poético, la sobriedad y precisiones léxicas, los hallazgos retóricos, especialmente en algunas metáforas excelentes, la pulcra sencillez de los argumentos y la belleza estética en la disposición de los versos sobre la página.

   De noviembre es, por todo ello, un libro estupendo que, a buen seguro, no pasará desapercibido para el aplicado lector de poesía.

   Un tesoro para el espíritu. Un placer para los sentidos.

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