EL MONTE JUDÍO

LA CIUDAD DE LOS ESCUDOS

Nuevas leyendas de Lorca

Grupo Espartaria, Murcia, 2007

            Hace muchos años, en mi primera visita a Lorca, tuve ocasión de conocer casualmente a una simpática anciana llamada Joaquina que vivía en un antiguo caserón de la huerta. Por motivos de trabajo, permanecí en la ciudad durante varios días y pude compartir con la mujer y su familia algunos ratos. La viejecita conocía todo tipo de historias y leyendas, y las relataba con tanta gracia y naturalidad que lograba cautivar al auditorio de inmediato.

            Esta tarde han enterrado a Joaquina. Me enterado de su muerte por casualidad y he conseguido casi de milagro asistir a su entierro. Cuando la metían en el nicho, me quedé observando los dos cipreses centenarios que crecían majestuosamente en mitad del cementerio.

            La visión de los dos árboles me trajo a la mente una antigua leyenda lorquina que la buena mujer me contó una de aquellas noches entrañables. Jamás olvidaré las palabras que ella pronunciaba cimbreando la voz: “Los cipreses simbolizan la inmortalidad. Son los guardianes del alma humana”. Recuerdo que fue una noche de invierno, a la luz de la leña que ardía en la chimenea, mientras la lluvia golpeaba puertas y ventanas, y escuchábamos lejanos truenos.

            En memoria de Joaquina quiero referir aquí la leyenda que ella bautizó con el enigmático nombre de El Monte Judío. Lo que en ella haya de verdad o mentira no lo sé. Ni me importa. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

*****

            El 17 de octubre del año 1552, a la caída de la tarde, toda la ciudad de Lorca se hallaba congregada en la Plaza de Afuera para asistir al ajusticiamiento de Isabel Segura. Era jueves, día de mercado. La mujer había sido acusada de homicidio múltiple. Se la consideraba asesina del matrimonio formado por don Pedro Mondéjar y doña Mercedes López, y de los dos hijos de ambos. Se trataba de una honorable familia de cristianos viejos que vivía en la parte alta de la ciudad. Las autoridades civiles no vacilaron en la unanimidad de su veredicto: Isabel Segura debía morir decapitada.

            El juicio fue rápido. De nada le valió a Isabel pregonar su inocencia. Un par de testigos aseguraron haberla visto la noche del crimen entrar con un enorme cuchillo en la vivienda de la familia asesinada. Luego oyeron golpes y gritos, y finalmente volvieron a ver a la mujer, cuando salió apresuradamente con el cuchillo ensangrentado en la mano. Iba embozada y trataba de ocultarse entre las sombras, pero ellos la reconocieron.

            La decapitación tendría lugar bajo el álamo que, junto a la fuente, presidía la plaza. El cuerpo de Isabel sería troceado y quemado. Su cabeza quedaría expuesta durante tres días y tres noches en la picota que el Concejo habilitaba para estas ocasiones.

*****

            Jamás se había visto tanta concurrencia. Isabel Segura era una muchacha joven, de apenas 20 años, cuyo único delito a los ojos de muchos había sido su hermosura.

            Era nieta de judíos. Sus abuelos y sus padres habían abrazado la religión católica, como muchos de su raza, en aquellos difíciles tiempos en los que se desató la feroz persecución contra los de otras creencias. Nueva cristiana, hermosa y sencilla, Isabel fue requerida de amores por varones importantes, a quienes ella rechazaba con una sonrisa. Su corazón ya tenía dueño.

            El señor corregidor, el alcalde mayor de la ciudad, sus doce regidores notables, los señores Lorca, los regidores de segundo grado, el secretario, los alguaciles y demás autoridades presidían el ajusticiamiento que llevaría a cabo el verdugo, un esclavo contratado para la ocasión y venido desde Murcia. A medida que se acercaba el momento de la ejecución, crecían el bullicio y la expectación popular.

            Llegó la hora. Sonaron los clarines y se hizo un silencio aterrador. La condenada fue conducida por la guardia, a través del pasillo que iba dejando el público, y subida al cadalso. Un sacerdote pronunció el sermón acusatorio. Luego, leyó los cargos a voz en grito y preguntó a Isabel si se arrepentía de sus pecados para encomendarse a Dios. Durante unos instantes, que parecieron eternos, Isabel fue recorriendo con su mirada los rostros de la multitud. Vio a sus vecinos, a sus padres, a sus hermanos. Lo vio a él. A Tomás. Todos lloraban por ella en silencio. Por un instante, Isabel pareció flaquear. De repente, miró hacia la tribuna, y clavó los ojos en los dos regidores que escoltaban al alcalde mayor, el licenciado Quevedo.

            -¡Yo os maldigo! –gritó-. ¡Sabe Dios que soy inocente y que no tengo nada de qué arrepentirme, pues jamás cometí delito alguno! ¡Yo os maldigo, Julián Molina y Alonso Sánchez! ¡Antes de un mes habréis de arder en las llamas del infierno!

            Esas fueron sus últimas palabras. La muchedumbre, sorprendida por aquellas voces, había vuelto la cabeza hacia los dos regidores, y se produjo una situación violenta. El alcalde mayor ordenó con un gesto que se llevara a cabo la ejecución. Al instante, un par de guardias obligaron a Isabel a ponerse de rodillas, con la cabeza sobre el escabel. El sacerdote abrió su breviario y comenzó a rezar latines en voz alta. La multitud estaba fascinada y el silencio era absoluto. El verdugo levantó el hacha, esperó unos segundos eternos con los brazos en alto y, finalmente, con un golpe certero cercenó el cuello de Isabel.

*****

            Tomás Peralta amaba a Isabel Segura. La amaba con todas sus fuerzas. Habían crecido juntos en el corazón de la ciudad, habían recorrido sus calles, jugado en sus plazas y mirado la luna y las estrellas bajo el mismo cielo. Tomás era también descendiente de judíos conversos. Su padre le había enseñado el oficio de herrero, y él, tras la reciente muerte del progenitor, se había hecho cargo de la pequeña fragua paterna. Al fondo del taller estaba situada la mísera vivienda donde Tomás residía solo. No tenía hermanos y su madre había muerto en el parto.

            Cerca de allí, moraba la familia de Isabel. Su padre fabricaba los mejores zapatos de Lorca. En su sencillo taller trabajaba también el hermano pequeño. Encima de la tienda se encontraba la vivienda, un humilde piso donde convivían los padres y los cinco hijos. Nuestra protagonista era la mayor de todos ellos.

            Isabel y Tomás salían a pasear las tardes de los domingos por el campo. A menudo, caminaban hasta el castillo, lo bordeaban y seguían andando por el monte, rodeados de pinos y arbustos. Había un montículo que les gustaba especialmente. Desde él se divisaba magníficamente la ciudad de Lorca y el hermoso valle que se extendía hasta la Sierra de Almenara. Ellos lo llamaban en broma El Monte Judío, en alusión al origen común, y era para ellos un lugar especial. Él arrancaba florecillas y plantas silvestres, margaritas, malvas, romeros, y elaboraba sencillos ramos que ella recibía encantada. Los sorprendía la noche contemplando el horizonte y soñaban con un porvenir en el que los dos serían muy felices.

            -Tendremos muchos hijos –decía Isabel, a menudo.

            -Tantos como estrellas hay en el cielo –bromeaba Tomás.

            Y cogidos de la mano, regresaban a casa. Cualquier día fijarían la fecha de la boda. No podían seguir viviendo separados.

*****

            Julián Molina doblaba en edad a Isabel. En realidad, podría ser su padre. Era un hombre obeso, alto, colérico, cristiano viejo y despótico. Tenía un rostro rojo, una sonrisa hepática y los ojos brillaban como los de una alimaña al acecho. Pertenecía a una familia de ricos hacendados, poseían campos, pozos de agua y dignidad social. Estaba casado y tenía media docena de hijos, algunos ya mayores. Sus dos grandes aficiones eran los toros y las mujeres.

            Cortejador nato, don Julián pronto le echó el ojo a la hermosa Isabel. Un buen día la abordó, mientras la mujer llenaba un cántaro de agua en la Fuente del Álamo. Todas las finezas que el regidor dejó caer a la muchacha fueron devueltas con gentileza y discreción.

            El conquistador entendió que Isabel no lo rechazaba, sino que se mostraba dispuesta para el galanteo. Así que decidió seguir abordándola. Ella era de naturaleza dulce. Incapaz de mostrar desprecio o indignación, guardaba silencio o simplemente negaba con moderación.

            Julián Molina fue alimentando una pasión insana que terminaría devorando su corazón.

*****

            Un poco antes del anochecer, ya nada quedaba del cadalso. El cuerpo de Isabel había sido retirado en carreta y conducido a un corral situado detrás del Concejo, donde sería descuartizado e incendiado. Después, los huesos serían arrojados a una fosa anónima. La cabeza de Isabel quedó expuesta sobre una enorme picota y un par de guardias montaron celosa vigilancia. La multitud se agolpaba, fascinada y aterrorizada al mismo tiempo, ante la macabra visión. Lentamente iba desfilando, como ante un altar. Algunos se arrodillaban y decían palabras en voz baja, la mayoría se santiguaba y apartaba la vista espantada.

            Tomás Peralta, enloquecido, se encerró dos días en su pequeño taller, y permaneció aislado del mundo, sin comer, sin hablar con nadie, sin dejar de llorar y de buscar un sentido a tanta desgracia.

            El corralón donde el Concejo procedía a deshacerse de los cuerpos de indigentes, maleantes, asesinos, suicidas y gentes que morían sin la gracia divina estaba situado detrás del edificio municipal. Había que atravesar la Plaza del Caño, bordear el Pósito y dejar atrás las carnicerías. El lugar estaba vetado para el pueblo y las penas por entrar en el recinto para rezar o acompañar a aquellos muertos malditos podían ser terribles.

            Dos noches más tarde de la ejecución, una silueta saltó la tapia del corral donde estaban enterrados los restos carbonizados de Isabel. Era Tomás. Entró en el recinto de los excomulgados y se arrodilló ante el montón de tierra recientemente removida. No había cruces ni signos de ningún tipo. El joven permaneció una noche entera en el lugar, rezando y llorando. Hasta que al amanecer, cogió un poco de tierra, se la llevó a los labios y besándola, exclamó:

            -Pronto nos veremos, Isabel. Te lo juro.

            Luego saltó la tapia y desapareció en dirección desconocida.

*****

            Jamás dijo nada a nadie Isabel del acoso al que se vio sometida. La pasión del regidor se había convertido en locura, y buscaba a la muchacha por cualquier rincón de la ciudad, le mandaba cartas envenenadas que ella destruía sin leer. Isabel no quería comprometer a su familia ni a Tomás. Sabía que sería peor. Don Julián Molina era demasiado poderoso. Lo resolvería ella sola. Así que planeó una cita secreta para pedirle que la dejara en paz.

            Una tarde, accedió a entrevistarse con él en un lugar solitario. En el propio Concejo, por la parte que daba a la calle trasera, había una pequeña portezuela de servicio. A través de ella se entraba al edificio público, pero también podía bajarse a los sótanos de la construcción. Era este lugar, en aquel entonces, una especie de cueva o almacén. Estanterías con libros, documentos, objetos variados, retratos y todo tipo de muebles en desuso se amontonaban allí. Había una pequeña puerta camuflada, detrás de un armario. Por allí se accedía a una cripta que, en otro tiempo, había sido bodega o algo parecido.

            A esa cripta condujo nuestro regidor a la bella Isabel. Una vez allí trató de forzarla, pero ella se resistió con entereza. Sin acritud, pero inflexible le expuso la situación.

            -No quiero que vuelva a molestarme. Estoy enamorada de otro hombre, con el que pronto me voy a casar. Usted tiene su propia familia, su mujer y sus hijos. Don Julián, es usted un hombre honorable. Por el bien de los dos, lo mejor es que acepte mi negativa. Se lo ruego.

            Las palabras de Isabel deberían haber bastado para disuadir a un hombre honorable. Pero Julián Molina no pensaba soltar la presa tan fácilmente. Tampoco estaba acostumbrado a que le dieran calabazas. Se había puesto colorado como un toro y sus ojos despedían llamaradas de odio y lujuria.

            -¡Serás mía por las buenas o por las malas!

*****

            Pronto apareció en escena el aliado ideal para Julián Molina. Don Alonso Sánchez también ostentaba el cargo de regidor. Ambos formaban parte del reducido grupo de los doce notables, los señores Lorca, y compartían la avidez, el carácter violento y la falta de escrúpulos para conseguir todo lo que se les antojara.

            Don Alonso Sánchez ambicionaba quedarse con la casa y los bienes de un vecino suyo llamado Pedro Mondéjar. El regidor profesaba un odio que había fermentado en su alma a lo largo de los años por diversos asuntos. A antiguas rencillas familiares se mezclaban agravios de herencias y oscuros asuntos relacionados con haciendas y pozos de agua.

            Don Alonso Sánchez era un individuo siniestro. Parecía un cadáver ambulante. Alto y escuálido, vestía invariablemente de negro, y cubría su espalda ajorobada con una larguísima capa. Llevaba sombrero y bastón con contera de plata.

            El galán contrariado no tardó en soplar al oído de Sánchez el macabro plan que había ido forjando en sus insomnios.

            -Si tú quieres, Alonso –le confesó una tarde en que ambos se encontraron a la puerta de la iglesia de Santiago-, podemos resolver los asuntos que nos tienen sin dormir.

            Alonso Sánchez enarcó una ceja. Molina sabía que aquel gesto del amigo era una invitación a seguir hablando.

            -Yo quiero castigar a esa judía ramera que no hace más que insinuarse ante mis narices –tosió y se limpió la boca con un pañuelo-. Y tú…

            El amigo se envaró. Como se envaran los cuervos cuando divisan la carroña.

            – Y tú podrías, de una vez por todas, acabar con ese perro de Mondéjar y quedarte con lo suyo. ¿Qué te parece?

*****

            Inútil fue para Isabel jurar sobre las Sagradas Escrituras su inocencia. Su suerte estaba echada. El Tribunal Civil no dudó en condenarla. Para hacerla hablar, la encerraron durante varios días, sin agua y sin alimentos en las dependencias carcelarias anexas al Concejo. Al cabo de una semana, la integridad física y moral de la muchacha se hallaba muy débil. La ataron a un potro y la torturaron hasta que ella admitió haber asesinado a la familia Mondéjar. Instantes después perdió el conocimiento.

*****

            Hacía tres días que Isabel había sido decapitada. Su cabeza yacía sobre la picota y los guardias esperaban ansiosos que llegara la medianoche para proceder a retirarla. Ya apenas pasaban curiosos porque la carne había empezado a podrirse y despedía un hedor insoportable. Los centinelas tenían ya preparado el saco donde meterían la cabeza. Luego la llevarían al corral. Allí, un empleado del Concejo, le pegaría fuego y enterraría los restos carbonizados.

            Acababa de caer la noche y sonaban las campanas de algún convento.

            De repente, como surgida de la sombra, una extraña figura se abalanzó sobre los dos guardias. Fue todo tan rápido que los centinelas apenas tuvieron tiempo de defenderse. El misterioso agresor los golpeó en la cabeza con una enorme estaca y ambos cayeron al suelo sin conocimiento. Luego, cogió la cabeza de Isabel con sus manos y despareció en la oscuridad.

*****

            Los dos regidores no podían apartar del pensamiento las palabras de Isabel ante el pueblo en el cadalso y la extraña desaparición de su cabeza. Se sentían malditos aunque trataban de disimular su miedo. Evitaban hablar de ello y procuraban distraer su atención con asuntos diversos. Pero su mente volvía invariablemente a la terrible escena de la mujer en el cadalso, maldiciéndolos. La imagen de la cabeza decapitada sobre la picota se les aparecía una y otra vez, como si los mirara desde el más allá.

            Ambos andaban distraídos y se sentían observados por la gente. Poco a poco, comenzaron a desatender los asuntos políticos y sociales y se refugiaron cada uno en su soledad.

            Habían pasado dos semanas desde la muerte de Isabel. El Día de Difuntos, viernes, a media mañana, don Julián Molina recibió una extraña carta anónima. En ella, el regidor era requerido para una reunión urgente y clandestina, relacionada con judíos enemigos de la religión católica. La entrevista tendría lugar justo a la medianoche, en la cripta situada bajo el almacén del Concejo. Dada la gravedad del asunto, era absolutamente indispensable que guardara el más estricto secreto acerca de esta reunión.

            Simultáneamente, don Alonso Sánchez recibía otra carta en su despacho redactada en los mismos términos.

*****

            Faltaban cinco minutos para las doce la noche. En las calles no había un alma. El silencio y la oscuridad más absolutos se habían apoderado de la ciudad. De vez en cuando, se oían lejanos ladridos. Una ligera niebla lo envolvía todo, como un sudario frío. Daba la impresión de que las ánimas de los difuntos vagaban por las callejuelas de Lorca.

            Don Alonso Sánchez recorrió la calle del Águila como un alma extraviada, atravesó la Plaza del Caño, dio la vuelta al Pósito y llegó hasta la portezuela. Vio que se hallaba entornada. La empujó con suavidad y los goznes chirriaron débilmente. En el interior, la oscuridad era total. Avanzó despacio para no tropezar con nada. Pronto vio algo de luz, una pequeña hacha de cera ardía en el almacén y proyectaba extrañas sombras sobre estanterías, libros y paredes. Don Alonso bajó por la escalera que daba acceso a la cripta con precaución. Sus propios pasos sonaban como golpes en sus sienes. La cripta tenía la puerta entreabierta y en su interior temblaba la escasa luz de una pequeña vela encendida. La deficiente iluminación apenas permitía distinguir nada, y sus ojos tardaron unos instantes en descubrir qué eran aquellos bultos que había en la estancia.

            -¡Don Julián! –exclamó sorprendido.

            El regidor yacía en el suelo, atado y amordazado, con los ojos espantados. Detrás de él se alzaba una verdadera montaña de muebles viejos.

            Antes de que el inquisidor pudiera reponerse de su sorpresa, una sombra se abalanzó sobre él, rápida y certera, y lo derribó con un fuerte golpe en la cabeza.

            Cuando volvió en sí, se vio atado, y tumbado como un fardo sobre la montaña de muebles. A su lado, gimoteaba el regidor, ya sin mordaza.

            La sombra estaba frente a ellos. Llevaba el rostro cubierto por una máscara.

            -He venido desde el infierno para cumplir la voluntad de la mujer a la que injustamente mandasteis ajusticiar.

            Y, al decir esto, puso ante ellos la cabeza de Isabel Segura.

            Los dos hombres estaban aterrorizados. Los ojos parecían querer salírseles de las órbitas. Al comprender su suerte, comenzaron a llorar y suplicar.

            -Es inútil. A partir de esta noche, vuestras almas arderán eternamente en el infierno.

            Y sin añadir una sola palabra acercó la vela y prendió unas pequeñas astillas que rápidamente comenzaron a arder.

            Los espantosos gritos de don Alonso Sánchez y don Julián Molina parecían efectivamente provenir del reino de Satanás.

            La sombra giró sobre sí misma, y silenciosamente, salió de la cripta, ascendió sin prisa la escalera, atravesó el almacén, siguió subiendo peldaños hasta que llegó a la portezuela que daba al exterior. Cerró con un golpe seco y se alejó por la calle de la Cava perdiéndose entre las brumas de la noche con la cabeza de Isabel entre las manos.

*****

            El suceso tuvo consternada a la ciudad de Lorca durante un tiempo.

            Todo el mundo recordaba las palabras de Isabel en el cadalso. La terrible maldición que lanzó sobre los dos regidores. La ciudad entera había vivido desde entonces pendiente del cumplimento de aquella monstruosa sentencia. Nadie olvidaba tampoco que la cabeza de la muerta había desaparecido misteriosamente de la picota pública. El extraño incendio en los bajos del Concejo en el que habían aparecido calcinados dos cadáveres parecía provocado por el mismo demonio.

            El taller de Tomás no había vuelto a abrirse desde la muerte de Isabel. De eso hacía ya un mes. Nadie había vuelto a ver al joven herrero. Muchos pensaron que había abandonado la ciudad, como tantos judíos y moros que, aunque conversos, no podían soportar la intolerancia religiosa y la presión social.

*****

            Habían pasado un par de semanas de la espantosa muerte de los dos regidores, cuando el encargado municipal de enterrar los cuerpos en el corralón de los excomulgados dio la voz de alarma.

            Alguien había entrado en él y había violado una fosa. ¡La de Isabel Segura!

            La tumba estaba abierta y vacía. En realidad, lo que había quedado de la pobre muchacha eran unos cuantos huesos carbonizados. Pero allí ahora sólo había un montón de tierra removida y un vacío aterrador. ¡No quedaba ni un solo hueso!

*****

            Ha pasado el tiempo. Muchos años. Ya nadie recuerda esta historia. Ya nadie recuerda a los personajes que protagonizaron estos terribles sucesos. El tiempo ha ido cubriendo lentamente, con su pátina de olvido, la memoria de las generaciones.

            Nadie supo qué fue de Tomás Peralta. Su desaparición fue un misterio. La gente, dada a supersticiones, mitos y héroes legendarios, dice que él fue el hombre enmascarado que prendió fuego a los dos culpables en la misteriosa cripta. También afirman que fue él quien robó la cabeza y desenterró los huesos de la hermosa Isabel. Otros cuentan que se volvió loco y anduvo peregrinando por montañas solitarias hasta que se lo comieron los lobos. Pero esto no son más que habladurías.

            Una tarde decidí subir al castillo. Lo bordeé y anduve un rato por aquellos montes. Me rodeaban pinos, arbustos, romeros y pequeñas hierbas. Trababa de adivinar cuál sería el montículo en el que Isabel y Tomás se sentaban a mirar las estrellas. El famoso Monte Judío. Imposible saberlo.

            Me senté, como ellos lo harían, en una piedra cualquiera y admiré el valle. Junto a mí crecían dos cipreses gemelos. Los observé con atención. Aquellos dos cipreses, rodeados de pinos, daban la impresión de haber brotado en aquel lugar por milagro. Parecían dos centinelas inmortales erguidos hacia el cielo. Joaquina dijo una vez que los cipreses simbolizan la inmortalidad porque son los guardianes del alma humana. Anochecía. El firmamento comenzó iluminarse poco a poco. De pronto, una idea absurda me sacudió. Miré los dos cipreses y tuve la certeza de que estaban contemplando las estrellas.