PRÓLOGO

al libro

El primer tetrarca

de Gregorio Muelas Bermúdez

J. R. Barat

Decir que la novela histórica siempre ha estado de moda no resulta extraño a ningún lector avezado. Más bien habría que comenzar por afirmar que la inmensa mayoría de las novelas pertenece al género, porque al fin y al cabo toda narración se articula en torno a unos ejes espacio-temporales en los que unos personajes, del pasado o del presente, se ven zarandeados por las peripecias de una trama y en un contexto social, político y cultural.

Con todo, habría que acotar. No caeríamos en el error si afirmáramos que los relatos ambientados en el mundo grecolatino configuran un subgénero por cuanto que comparten determinados parámetros históricos. Los escenarios de estas novelas se sitúan en los últimos siglos de la Edad Antigua. Los que contemplaron el nacimiento, el auge y el crepúsculo de las civilizaciones griega y romana, aquellas que acunaron a nuestros antepasados y que conforman el poso cultural de nuestra sociedad occidental.

Resultaría prolijo enumerar a los autores que se sintieron y se sienten fascinados con ambientar sus obras en la época de Pericles, de Aristóteles, de Alejandro Magno, de Julio César, de Octavio Augusto o de Trajano, por citar tan solo algunos de los nombres que engrandecieron el legado clásico. Entre los muchos escritores podríamos destacar a Mary Renault, a Robert Graves, a Colleen McCullough, a Gillian Bradshaw o a Santiago Posteguillo entre otros. Con ellos viajamos al pasado, a través del tiempo, y recreamos una época de la que nos sabemos herederos.

Con su novela El primer tetrarca, Gregorio Muelas Bermúdez se suma a la larga nómina de autores que trasladan el relato a los últimos años del Imperio Romano. Arriesgada tarea que solventa con indudable pericia.

Conviene recordar que cualquier novela de este tipo que se precie exige un trabajo previo de documentación. No basta con la improvisación ni con las informaciones llegadas hasta nosotros en libros de texto o páginas de internet, donde a menudo la verdad aparece sesgada o manipulada. Hace falta el rigor científico del buen rastreador para acudir a las fuentes, a los textos clásicos originales, a los archivos y a las tesis especializadas para desentrañar los entresijos de unas vidas y unos sucesos sobre los que en muchos casos se ha posado el polvo del olvido.

Muelas ha demostrado ser un buen sabueso, pues para acometer la empresa de esta novela ha desempolvado textos como los de Tácito, Eumenio y Mamertino, y ha recurrido a los estudios de Edward Gibbon, Adrian Goldsworthy o Pat Southern entre otros muchos. Asimismo ha enriquecido el trabajo con aportaciones de la numismática, la escultura, la arquitectura o la fotografía, amén de otras disciplinas.

La historia que se nos cuenta en esta opera prima de Gregorio Muelas tiene como eje al emperador Flavio Valerio Aurelio Constantino, nacido en el 272 y fallecido en el 337 de nuestra era. Hijo del gran Constancio, con el que arranca la novela. Hasta el lector menos versado en Historia Antigua sabrá que estamos ante el primer emperador en poner fin a la persecución de los cristianos y permitir la libertad de culto, algo que se vería refrendado tras el Concilio de Nicea del año 313. Pero no adelantemos acontecimientos. La novela de Gregorio Muelas da comienzo cuando Constantino no es sino un simple adolescente, ávido de gloria, que combate a las órdenes de su padre, el emperador Constancio, en las lejanas tierras de Caledonia, al norte de la provincia de Britania.

Toda novela seria necesita afianzarse sobre una sólida estructura. La novela se articula en torno a cuatro bloques que actúan como los pilares de una construcción arquitectónica compleja. A saber: Liber I, Liber II, Liber III y Liber IV. Todos ellos están compartimentados en diferentes secuencias encabezadas por un título y una ubicación espacial y temporal. Los cuatro libros formarían lo que bien podría considerarse el cuerpo de la narración. Este cuerpo va precedido por un Prefacio y un Introitus y se cierra con un Epilogo, dividido en tres Escenas. Es decir, nos hallamos ante una obra que consta de presentación, nudo y desenlace, al modo clásico y tradicional.

Con el objeto de acotar al máximo las referencias históricas, diremos que El primer tetrarca narra el periodo del Imperio que va desde el acceso al trono por parte de Diocleciano en el año 284 hasta la conferencia de Carnuntum, en noviembre del 308.

El Liber I con el que se inicia la narración, nos conduce hasta el país de los caledonios, en la parte más septentrional de Britania, donde Constancio, ya viejo y achacoso, intenta la pacificación de la isla sin demasiado éxito. Los pictos, como se llama a los naturales del país por el color azul con el que se embadurnan el rostro y el cuerpo, dan muestras repetidas veces de rebeldía e insumisión. Se nos describen como un pueblo bárbaro e irreductible. A la isla acude Constantino, con intención de ayudar a su padre en la difícil tarea en la que fracasaron hombres como Septimio Severo. Tierras áridas, vientos gélidos, violencia más allá de la muralla de Adriano o de Antonino. Una región salvaje en la que el Imperio Romano no hallará más que quebrantos y desolación. En ese escenario, Constantino presenciará el fin de su padre, en la lejana Eboracum (hoy, York) y accederá al título de Caesar Herculius, lo que será el inicio de su ascenso al poder absoluto.

Convendría hacer un alto en el camino y dedicar unas palabras a subrayar la capacidad descriptiva de Gregorio Muelas. Con notable plasticidad, el autor recrea los paisajes por los que trancurren, a veces de forma apacible, a veces de manera vertiginosa, los acontecimientos:

«Apenas se había dejado sentir el claror de las primeras luces del alba rebotando en las brillantes aguas de aquel mar, que como un bosque de olas oscilaba entre el azul cobalto y el verde oliva, cuando la panzuda embarcación empezó a vislumbrar en el horizonte, ajado de sombras, las almenadas torres del palacio imperial».

Pero no solo se detiene el autor en la belleza de estas imágenes marinas, en la suntuosidad de los palacios o en las escarpaduras de los paisajes agrestes por los que avanzan las legiones bajo la inclemencia del invierno. A menudo, las hondas reflexiones de los personajes nos transportan a una dimensión intemporal, donde se abisman pensamientos y emociones que logran cautivarnos:

«No sabe el hombre cuán cerca está la vida de la muerte, qué delgada línea separa ambas, de tal modo que un día tu cuerpo se dora bajo el radiante sol de la Galia y otro yace inerme en el confín del Imperio. Solo el hombre que lucha por una causa noble no perece en vano».

El discurso de Muelas cobra especial fuerza porque a lo ya apuntado se suma una inequívoca vocación poética. Sin duda, la prosa fluida de nuestro autor cobra momentos de innegable belleza cuando el relato se ve salpicado de recursos retóricos que logran una plasticidad arrebatadora: «lugar coronado de lumbres…(…)… rostro veteado por el paso de los años…(…)… un imperio de cenizas compactadas…(…)…las olas deshacían las largas estelas que centelleaban argentadas por el sol naciente…».

El Liber II se ocupa del periodo que transcurre entre la muerte de Constancio a mediados del año 306, en Eboracum, al este de Britania, y las campañas militares de Constantino en la frontera germánica a finales de 308. En ese breve pero convulso espacio de tiempo ocurren demasiadas cosas: Constantino repudia a su esposa Minervina, de la que se halla enamorado, para desposar a la princesa Fausta, hermana de Majencio, e hija de Maximiano. Es el precio que debe pagar el nuevo emperador por consolidar su poder. Las intrigas palaciegas están a la orden del día. Y quien mejor las personifica es la nueva esposa, Fausta, que está dispuesta a todo con tal de eliminar obstáculos en su carrera política. Planea asesinatos, trama envenamienos y auspicia todo tipo de maldades mientras Constantino pasa los días en los territorios en donde habitan los bárbaros, francos y alamanes, al otro lado del Rin. La prosa de Muelas recorre las sinuosidades de la historia, gracias a una estratagema muy sutil: la narrativa epistolar. De ese modo, las cartas que se escriben unos personajes a otros sitúan al lector en el lugar y en el tiempo, pues aparecen fechadas y ubicadas con absoluta escrupulosidad: Eboracum (Britania), Tesalonica (Macedonia), Augusta Treverorum (Germania), Roma (Italia), Lambaesis (Numidia)… Las escenas en las que se abordan las maquinaciones palaciegas nos recuerdan a la exquisita pluma de Robert Graves en su retrato de la Roma de la dinastía Julia, tan magníficamente detallada en Yo, Claudio. Por otra parte, las campañas militares de Constantino en el frente del Rin nos traen a la memoria el relato épico que Julio César dejó a la posteridad en el Bellum Gallicum:

«De todas las naciones germanas, la de los alamanes es la más belicosa…»

El enfrentamiento contra grandes caudillos bárbaros, como Ascaricus y Merogais, y el sometimiento de las topas levantiscas en el Rin consolidan a Constantino como César legítimo. Las legiones lo aclaman como Germanicus Maximus. Su figura se agranda, al mismo tiempo que se agravan las inquinas en la parte oriental del Imperio para intentar frenar su creciente popularidad. Constantino ha aprendido la lección de su padre, Constancio, y a menudo recuerda las palabras que este le dijo en su lecho de muerte:

«Has de ganarte la admiración y el respeto de las legiones, pues son ellas las que detentan el verdadero poder de Roma; son ellas las que auspician o declinan candidatos».

El Liber III supone un viaje hacia atrás en el tiempo. Regresamos al año 305, al palacio de Dalmacia donde Diocleciano se había retirado del mundanal ruido. En el palacio imperial de Spalatum, el emperador vive sus últimos días. Ahí es donde dio comienzo la novela. Dicho de otro modo, Gregorio Muelas juega con el espacio y con el tiempo mientras narra unos hechos históricos, en un permanente flash back y flash forward, como un experimentado narrador cinematográfico, en tanto nos suministra certeras escenas que nuestra atenta lectura debe ajustar como en un complejo mosaico de acontecimientos encadenados.

Diocleciano intuye la llegada de la muerte. Mediante su relación epistolar con su hija Valeria, que vive en Nicomedia, Bitinia, conocemos la historia de su gobierno. Gracias a las cartas que cruzan padre e hija, nos remontamos al año 284, cuando el emperador era conocido como el cónsul Diocles.

La correspondencia entre padre e hija nos permite conocer los entresijos de aquellos turbulentos años de la tetrarquía imperial. Diocleciano y Maximiano ejercen de emperadores augustos de las partes oriental y occidental. Subordinados a ellos, ostentan su ministerio los césares Galerio y Constancio. Años de anarquía militar habían conducido al Imperio a una situación de decadencia.

La relación epistolar sirve a un doble propósito en la pluma de Gregorio Muelas. Por un lado, se nos muestran las reflexiones de Diocleciano y los consejos que brinda a su amada hija:

«Por los meandros de la vida se erosionan los recuerdos. Sin embargo, aún soy capaz de amontonar las cenizas por orden de sucesos»… (…)… «¿Se puede ser justo en un mundo violento, donde proliferan la codicia y el exceso?».

Por otra parte, gracias a las cartas de Diocleciano, nuestro autor encuentra la fórmula idónea para narrarnos unos hechos militares y políticos de extremada importancia. Ambiciones, sueños, traiciones, lealtades, asesinatos… Las vilezas humanas se encarnan en generales, legados y césares cuyas vidas dependen de la ruleta del azar con demasiada frecuencia. Se suceden las batallas y las intrigas como único modo de administrar un Imperio tan vasto. A menudo, la barbarie humana toma forma de guerra civil, como la que protagonizan, por ejemplo, Diocleciano y Carino a orillas del río Margus, en la región de Mesia:

«Sobre aquel campo se enfrentaban las fuerzas de Oriente y de Occidente. El ganador se haría con el control de todo el Imperio. Si los galos y britanos de Carino eran célebres por su arrojo y profesionalidad, mis ilirios y sirios no les iban a la zaga, pues como aquellos se trataba de hombres habituados a la dura disciplina que imponía la vida en las fronteras».

Como en todas las grandes obras de la literatura grecolatina, los dioses ocupan un papel fundamental. La mitología forma parte de la vida cotidiana, no como literatura sino como religión y filosofía que explica acontecimientos y justifica el destino de la humanidad. Hay una constante alusión a los dioses a lo largo de la novela, como no podía ser menos. Los generales celebran sacrificios, los sacerdotes interpretan augurios, los soldados se aclaman a su divinidad favorita. Pero Gregorio Muelas da un giro de tuerca en su modus narrandi y, en ocasiones, su discurso se aproxima a la técnica homérica mediante la cual los dioses toman partido a favor o en contra de los pobres mortales, tal como podemos comprobar en numerosos pasajes de la Ilíada. En efecto, nuestro autor describe los instantes previos al combate como un nuevo Homero:

«Pero los dioses también querían hablar y lo hicieron en forma de tormenta. Al poco de comenzar a cruzar sus gladii, el cielo, como un manto oscuro, prorrumpió en un feroz llanto sobre los cascos de los legionarios. Pero aquella tormenta no parecía neutral; el recio viento que la acompañaba soplaba implacable contra las tropas de Carino, dificultando su movimiento y su visión».

En el Liber IV la narración de los hechos históricos gira en torno el personaje de Majencio, el usurpador que recurrió a la violencia y el crimen para conseguir el trono augústeo y desestabilizar el sistema de la tetrarquía. En el transcurso de los acontecimientos, el autor nos ofrece la posibilidad de visitar la Urbs. Así es. Mediante bellas y precisas descripciones recorremos el centro neurálgico del Imperio.

«Desde aquella colina, Liciniano Licinio y Sicorio Probo podían contemplar la amplia panorámica de la Urbs, innumerables edificios públicos, entre los que destacaban las arquerías de los diez acueductos que abastecían del vital elemento líquido a la ciudad, el magnífico Anfiteatro Flavio o el grandioso Circo Máximo, y miles de viviendas, que se sucedían hasta donde abarcaba la vista y que albergaban a más de un millón de almas».

La expansión geográfica del Imperio es excesivamente grande, incluso para cuatro tetrarcas, que se ven incapaces de contener el ímpetu de los pueblos bárbaros en las fronteras y la ambición de poder de numerosos generales, prefectos o hijos despechados que no aceptan el desempeño de un papel secundario en la historia de Roma.

Ante la situación de crisis general, tiene lugar la conferencia de Carnuntum, la ciudad que fuera capital de la provincia romana de Panonia, a orillas del Danubio. A dicha cumbre acuden los cuatro hombres que deben decidir el destino del Imperio: Diocleciano, Galerio, Maximiano y Licinio. De aquella reunión depende el futuro de Constantino, pacífico y tolerante, y de Majencio, sinuoso y taimado.

Un epílogo articulado en tres Escenas dramáticas pone el punto final a una novela cuyo indiscutible mérito radica en rescatar del olvido uno de los periodos más importantes del Imperio Romano.

En definitiva, tenemos en las manos una obra literaria que nos hace viajar en el tiempo y nos ayuda a conocer de cerca a unos personajes que determinaron con sus vidas el ocaso de Roma. Como se dice en uno de los pasajes del volumen: «Tal vez la historia solo sirva para comprender el porqué y el cómo hemos llegado al punto donde estamos o quizás para predecir la suerte de los hechos».

Feliz lectura.