PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE

Y tu vida de golpe, de José Iniesta

Editorial Renacimiento

 

   La poesía de José Iniesta Maestro está sustentada por la fidelidad a la tradición y por el amor incondicional que el autor ha manifestado siempre hacia los autores clásicos. Poesía que brota y fluye al margen de modas y corrientes, de tendencias y de “ismos”, que se nutre de lecturas y de reflexión, de una permanente mirada doble: hacia el mundo circundante y hacia el universo interior.

   Iniesta se nos muestra como un minucioso orfebre del verso, paciente, tenaz, metódico. Un artesano que pule las ideas, que moldea las palabras, que cincela sin prisa el heptasílabo, que cocina a fuego lento las estrofas. Un individuo solitario y silencioso, que se aparta del mundanal ruido y de la vorágine social, para paladear la dicha de la contemplación poética sin alardes ni bullicios, porque él sabe que esa es la senda de los pocos sabios que en el mundo han sido, la senda del apartamiento que conduce a la verdad.

   Para los entomólogos de la poesía debe de ser difícil clasificar a Iniesta, un poeta que, aun no pareciendo hijo de su tiempo, demuestra una vitalidad y una actualidad incontestables. Aun a riesgo de parecer simplistas o ambiguos, nosotros tildaríamos a Iniesta de “poeta a secas”. Sin adjetivos. Tremendamente lúcido. Impecable en la factura de sus composiciones, en la cadencia musical que imprime a su discurso, en la esmerada elaboración retórica. Pero por encima de todo, en la poesía de Iniesta sobresale su inequívoca vocación de trascendencia.

   Podríamos decir que se trata de un poeta barroco y moderno al mismo tiempo, porque en su obra se observa la herencia de todos los grandes genios de nuestro Siglo de Oro. Sin obviar la aportación de los clásicos de otras literaturas (como Rilke, como Pessoa, como Elliot, como tantos otros). En efecto, sus versos son un perenne coloquio con sus maestros, con los que mantiene una eterna deuda. Una deuda que él sabe impagable. Porque leer a los maestros es, ha sido siempre, para José Iniesta, como en la película de John Huston, un apasionante paseo por el amor y la muerte, las dos caras de la misma moneda que conforman el existir humano. Leer a Iniesta es respirar a San Juan de la Cruz. Quién mejor que el autor del “Cántico Espiritual” para adiestrarnos en el manejo del símbolo y la alegoría. En Iniesta, por citar sólo algunos de las más evidentes símbolos, presentes a lo largo y ancho de toda su obra, destacamos “la luz, la niebla, el sol o las cenizas”. Pero hay mucho más. De Quevedo, sobre todo el Quevedo filosófico, el Quevedo del desgarrón existencial y la zozobra íntima, Iniesta aprende el uso de la antítesis y de la paradoja para expresar lo inefable, la destreza del hipérbaton, la condensación de la idea y del concepto. Así, nos dice: “tocarte es el camino sin camino / del más alto perderse / por fin al encontrarnos”. Nadie como Góngora, el Góngora inteligente y oscuro de la “Fábula de Polifemo y Galatea” para instruirnos en la metáfora y en el retruécano deslumbrante. En uno de los poemas de Iniesta leemos: “un fuego en la penumbra / capaz de iluminar / en las selvas la noche, / en la noche las selvas / de nuestro corazón”. Calderón nos enseña que la vida es sueño y que la poesía debe aspirar a la abstracción metafísica. Iniesta lo expresa magníficamente: “la vida que se sabe en la aventura / llamarada de un sueño / en la gran explosión / del ser y del no ser y ser engaño”. Garcilaso aporta el equilibrio, la cadencia rítmica, la sencillez del léxico, la claridad y la luz, y la belleza de algunos recursos literarios que enriquecen el discurso, tales como la aliteración (“igual que el agua lenta de la lluvia”), el zeugma (“mientras pasan las nubes y la vida”) o los paralelismos (“en las aguas sin cauce, / en la arcilla del mundo”).

  Iniesta, alumno aplicado y disciplinado, aprende la lección poética. Como decíamos, leerlo es gozar en plenitud de una poesía refinada y desgarrada al mismo tiempo, una poesía que sufre y que canta. Poesía destinada a perdurar. Poesía eterna. Porque Iniesta refunde la tradición, reelabora los materiales, contempla la existencia y dialoga con el tiempo, con la tierra, con la lluvia y, sobre todo, consigo mismo, para crear su propio mundo poético. Un mundo en el que tienen especial relevancia la mirada y el silencio.

   De esa lenta plática con el alma van manando, a modo de destilación, uno tras otros, los poemas, como tristes baladas o como jubilosas odas, porque los poemas de Iniesta cantan a lo perdido, a lo que nunca volverá, a modo de elegías, pero también suponen un canto a la luz y a la vida. Un homenaje al Amor con mayúsculas. No en vano, Iniesta “arde en el cántico” hasta convertirse en pura llama de gozo místico por la felicidad del vivir y del ser. Y ese cantar celebratorio se produce siempre “bajo el sol de sus días”. La luz de la existencia. Los oros de la memoria. La afirmación del ser que se sobrepone siempre a los estragos del tiempo y sus castigos.

   Y tu vida de golpe se sitúa en la línea melódica que nuestro escritor ha trazado desde aquellos primeros poemas universitarios. Corría el año 1985 cuando Iniesta puso la primera piedra de su edificio poético al publicar sus versos juveniles en la revista Abalorio. Casi treinta años han pasado y, sin embargo, Iniesta se mantiene fiel a sus principios estéticos y a su compromiso con el buen quehacer lírico. La misma voz poética, la misma pulsación interior, la misma devoción por la palabra. La misma hondura.

   El poemario se estructura en tres partes. La primera de ellas responde al título “En la sed de los surcos” y está formada por diecisiete composiciones, que nos hablan de amor, de reflexiones al atardecer sobre el paso del tiempo, de las sensaciones que provoca en el alma la contemplación de la naturaleza. Pinos, jazmines, terrazas junto al mar, fuegos que arden, humaredas que ascienden hacia el cielo, petirrojos, ventanas a través de las cuales se observa el discurrir de los días, sillones que guardan ausencias amadas. Poemas que hablan de la luz perdida. La primera composición con la que se abre el libro, es altamente reveladora: “La cosecha”. Como no podía ser de otra manera, Iniesta recurre a una metáfora para explicarnos que la vida sin amor es tierra baldía, que nada importa sino darse, que en la entrega está el gozo del existir y que al cabo de los años recogeremos la cosecha, la buena cosecha, de una vida consagrada a amar sin condiciones, “porque toda ganancia está en la harina / cernida del vivir”. La contemplación del poeta es fundamental. Es su forma de estar en el mundo. De tal actitud surgen poemas como “El crepúsculo” con el que asistimos a la majestad del anochecer, momento en el que surgen las preguntas atroces, pero también es el momento en que acuden los recuerdos: “Hay un hombre sentado / en una dura piedra / divisando el paisaje destruido, / asintiendo a la furia del arder”. Y al igual que Quevedo, Iniesta vive en “conversación con los difuntos”. Porque nadie sino el propio poeta es ese personaje que “está en la casa de otro siglo” y que habla “con las nubes y los muertos”. Del diálogo con los grandes maestros surge, por ejemplo, el poema “De rerum natura”, cuyo título toma prestado de la obra del poeta latino Lucrecio. La fascinación por la naturaleza se confirma en el poema “Temblor en la pinada”, una composición en la que se ponen de manifiesto algunas de las claves de la poesía de Iniesta: el amor por la tierra, por los árboles, por las flores, ese espacio libre y natural en donde el alma se siente a sus anchas y los pensamientos vuelan sin ataduras: “Acostado en la tierra / que no me reconoce / la brisa me susurra en la pinada / verdades que ignoraba el pensamiento”. Los poemas se suceden de forma serena, sin altibajos, como si todas las composiciones formaran parte de un todo homogéneo y uniforme. Como si todos los poemas fueran el resultado de una misma pulsión. Así, no tardamos en familiarizarnos con algunas de las claves que en la poesía de Iniesta se repiten, a modo de estribillo (el fuego, el hielo, los muros, las rosas, el humo…), porque no de otra forma, sino con símbolos, podemos acceder a los laberintos del pensamiento y expresar las más profundas emociones, las que sustentan el vivir cotidiano, a pesar de la conciencia de fragilidad con la que nos sentimos fustigados. “La llama que da pena y nos consume / guiándonos por siempre sin engaño / en los días del hielo, / en las noches de amor”. Y siempre, latiendo en el corazón, como una funesta espina machadiana, la presencia del vacío. “¿Qué quedó de la noche / en tu copa vacía?”.

   En la segunda parte del libro, “Los lugares vacíos” (otra vez el vacío), Iniesta rinde homenaje a la madre fallecida. Podemos considerar, pues, esta parte como una extensa y sentida elegía, que da comienzo con un poema estremecedor: “Las palomas y la muerte”. Un poema que nos traslada a una habitación de hospital, a una ventana, al momento mismo de la muerte, al dolor del hijo que presencia, atónito y estremecido, el fatal desenlace. En este poema, como en ningún otro, adquiere la paradoja un valor literario más emotivo: “Y todavía estabas sin estar, / más presente que nunca / y ya toda de ausencia”. Se trata de un poema sencillamente desgarrador. El planto por la madre muerta continúa con otros poemas intensísimos, a través de los cuales el autor conversa con los recuerdos, con la casa de la infancia, con los muebles y los objetos, con “el paisaje rendido / de la desolación y la oquedad”. Iniesta cierra los ojos y deja que la memoria rescate los fragmentos extraviados en el tiempo. Así, retrocede a la infancia, habla con un retrato, reflexiona sobre la herrumbre que se apodera de todo, rescata palabras, risas, gestos…, para finalizar con un poema breve e intenso como pocos (“Amor y vacío”; otra vez el vacío): “Qué rosa inolvidable en la pobreza. / Qué luz que ya no existe en esta luz. / Qué hueco tan amado / latiendo en tu sillón”.

   La tercera y última parte está compuesta por catorce poemas agrupados bajo el epígrafe de “A cielo abierto” y en ella encontramos de nuevo al Iniesta reflexivo y metafísico que dialoga con el tiempo, con la vida y con el silencio, el poeta que trata de aprehender la belleza en su fugacidad y de dar respuesta a sus eternas preguntas. Para llevar a cabo esa labor de introspección, el poeta recurre como no podía ser de otra manera a la tradición. “El río de las vidas”, poema inicial, nos trae a la memoria la metáfora manriqueña de la vida como una corriente destinada a morir en el mar, pero el tratamiento de Iniesta es sorprendentemente novedoso: “Tú eres en la tarde que transcurre / de las aguas cautivas que ya viste pasar, / y el fragor es el mismo / en su cauce y tus venas”. Atención especial merecen algunos símbolos como la niebla, los oros, los muros, las nubes. El poeta alza la vista hacia lo alto, en un vuelo casi místico, para observar las piruetas del águila bajo la luz del cielo, para escribir en la piel del aire una poética celeste cuando observa “las nubes sin nosotros en los cielos”, para trenzar un poema de amor humano casi a lo divino, en un homenaje clarísimo a San Juan de la Cruz, titulado “A las puertas del cielo”, un poema en el que se nos narra la ascensión real y metafórica de los amantes que celebran la eucaristía de la luz en la carne. Pero volviendo al río del vivir, los poemas fluyen –como corrientes aguas, puras, cristalinas-, a través de la niebla, bordeados de árboles silenciosos, hacia la desembocadura, hacia las costas de la realidad. El poeta sabe que el amor es el único antídoto posible contra la devastación del alma, porque todo habrá de perecer. Pero al menos, habrá valido la pena vivir. Tal es el argumento de “Amor en el balcón”, una composición estremecedora en la que se nos dice: “De nuevo es el amor quien me sostiene. / Tan sólo por amor alcé esta casa”. Si tuviéramos que destacar algún poema, entre tantos poemas buenos, tal vez podríamos citar el titulado “Debajo de la piel”. Se trata de una composición dividida en cuatro partes o estrofas. A modo de estribillo, cada parte repite el título, pero se completa con una palabra distinta que, de modo gradual, narra el devenir del ser humano: sangre, hueso, polvo y resplandor. Obsérvese la graduación desde lo material hacia lo espiritual, desde lo físico-carnal hacia lo que es sólo símbolo: “Debajo de la piel el duelo de la sangre… Debajo de la piel… el secreto del hueso… Debajo de la piel la polvareda… Debajo de la piel el resplandor”. A nosotros, esta construcción –implecable-, nos recuerda de nuevo las obras maestras de los grandes clásicos. Recordemos aquel apoteósico final gongorino: “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. El libro termina con dos poemas esclarecedores. “Maneras de ver” es una confesión. Iniesta gusta de ver y contemplar la realidad, de observar y analizar cuanto le rodea. Es su manera de estar en el mundo. Su mirada es escrutadora e inteligente. El último poema “Razones de ser” ahonda en la misma concepción existencial. La búsqueda de la verdad está dentro de nosotros. Sólo en ese lugar llamado alma, corazón, mundo interior, pensamiento está el paraíso que tanto anhelamos. Ese paraíso que algún día perderemos, como dijera John Milton, pero que es acaso lo único que tenemos. Un paraíso que legaremos a nuestros hijos, a quienes vienen tras nosotros, caminando por los intrincados vericuetos de la vida. Pero eso es, al fin y al cabo, la existencia: “Porque seremos siempre, a ras de suelo, / la apretada semilla germinando / en las áridas tierras / de la realidad”.

                   Bibliocafé, Valencia

                   19 de enero de 2014

J. R. Barat

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