UNA HISTORIA IMPOSIBLE

LA FUENTE DEL ORO

Diez relatos de Lorca

Grupo Espartaria, Murcia, 2005

 

            Habían nacido el uno para el otro.

            Ella era hermosa. Las demás mujeres envidiaban el brillo azul atrapado en su pelo, sus ojos color topacio y la nieve dorada de su piel. Al pasar por la calle, los hombres volvían la cabeza y mordían el aire.

            María Sánchez tenía algo de luminosidad celeste, pero, a pesar de su belleza, estaba hecha de carne y hueso, y expuesta por lo tanto a las inclemencias de la vida terrenal. Vivía en la huerta de Lorca, en la diputación de Cazalla, en una casita pequeña que tenía una acacia centenaria delante de la puerta, con sus padres ancianos y unos cuantos hermanos pequeños que merodeaban por la huerta mezclados con las gallinas y las cabras.

            Francisco Miñarro vivía en la Diputación de Tercia, a un par de kilómetros del pueblo, en un caserón enorme habitado por las sombras de un esplendor lejano y los fantasmas de los muertos que colgaban de las paredes. Era el más pequeño de una familia de doce hermanos, todos varones, que se parecían entre sí por el carácter adusto y los ojos de tormenta.

            Sus padres poseían campos de olivos y almendros, cebaban cerdos y criaban caballos andaluces. Aunque no eran ricos, habían adquirido con el paso de las generaciones la certeza de que pertenecían a una estirpe superior, a un linaje noble que estaba por encima de la multitud plebeya que los rodeaba.

            Francisco, el menor, no se parecía en nada a todos los Miñarro. Tenía el pelo rubio y rizado, como un bisabuelo que había peleado con Agustina de Aragón contra los franceses, y en lugar de la adustez del semblante y la esquividad de la mirada de todos sus hermanos poseía unos ojos verdes como esmeraldas y una simpatía natural.

            Mientras los hermanos hablaban de potros, cerdos y cosechas de aceitunas, Francisco leía novelas a escondidas para no provocar sus burlas y sus comentarios soeces. Escribía poemas que luego recitaba a las gallinas.

            La timidez seráfica de Francisco contrastaba con la arrogancia salvaje de sus propios hermanos y de los otros muchachos de la huerta, que esgrimían vulgaridades y blasfemias para dirigirse a las jóvenes. En las fiestas, en las romerías o en las ferias, las mozas se aturdían escuchando rugidos masculinos y reían nerviosas cuando pasaban ante un rebaño de zagales habituados a tratar con el ganado.

            María evitaba las rudezas y prefería quedarse los domingos cosiendo pantalones o remendando camisas de sus hermanos. Sentía un rechazo natural por aquella tosquedad brutal que la rodeaba, que formaba parte de su aire y sus campos. Era la forma de ser de aquella gente. Hombres rudos, solitarios, entregados al trabajo, silenciosos como la tierra que trabajaban durante la vida y alimentaban durante la muerte. Mujeres sumisas, entrenadas durante generaciones para soportar tanta barbarie.

La hermosura de María recorría los caminos y era transportada por las nubes más allá de las últimas montañas. También hasta la casa de los Miñarro llegó arrastrado por el viento el perfume de María, que instaló en la sangre de todos los hermanos un temblor de fuego.

*****

            Francisco y María estaban predestinados el uno para el otro, y eso lo supieron cuando se vieron por primera vez, un día en que se celebraba la fiesta de la Virgen de las Huertas y el pueblo se hallaba concurrido en el santuario y sus alrededores. Fue sólo un instante, el tiempo que tarda el sol en fecundar la hierba.

Franscisco comenzó a visitar los alrededores de la casita de la acacia centenaria. Se escondía como un ladrón detrás de algún árbol para ver a María durante horas y finalmente regresaba, ya entrada la noche, como una sombra silenciosa, atravesando olivos y campos de alcanciles, penetrado por una sensación de alegría desconocida.

Ella lo amaba desde antes de conocerlo porque había forjado en la soledad de su alma la imagen serena del hombre que amaría para siempre. Al verlo por primera vez, aquel día de fiesta, entre el tumulto del gentío que los envolvía, lo reconoció de inmediato.

Se amaban en silencio, pero el viento se encargaba de llevar hasta sus almas los deseos ardientes del otro. Francisco la perseguía como una sombra, rondaba la casa de María durante las tardes de los domingos, y escribía versos a la luz de las estrellas con la fiebre del amor brillando en sus pupilas.

Ella se sabía acechada, porque la intuición guiaba sus ojos. Por eso, por esa complicidad compartida sin palabras, se encontraron una tarde de domingo bajo el cielo azul y silencioso de aquel lugar desde el que se veían a lo lejos el castillo y el pueblo. Se abrazaron en mitad del paraje inhóspito, para cerciorarse de que el calor de sus cuerpos correspondía a la luz de sus almas y supieron con certeza que ninguna fuerza podría separarlos jamás.

*****

            Los padres de Francisco no sentían el mismo fuego abrasador del hijo; ni sus hermanos, toscos y rudos, podían compartir una felicidad para la que ellos no habían nacido. Al contrario, la envidia roía sus huesos como una alimaña envenenada. Francisco se desesperaba luchando contra el encono de unos padres instalados en los prejuicios de una jerarquía de clase imaginaria, mientras sus hermanos tejían a su alrededor la telaraña de la desdicha.

            Los padres de María tampoco veían con buenos ojos los amoríos de su hija porque recelaban de todos los Miñarro, y sentían que la desgracia la acompañaría toda su vida si se consumaba el matrimonio.

            -Son mala gente, orgullosos y soberbios -repetían constantemente.

            María se sentía atrapada en una oscura maraña que no podía comprender.

            A Francisco terminaron por odiarlo sus propios hermanos, y acabaron planeando su desgracia en una especie de conjuración en la sombra. El paso de los años había ido incrementando en ellos la aspereza de carácter, y la oscuridad que regía sus vidas había consolidado en sus almas la barbarie. A espaldas de Francisco inventaban historias que ensuciaban el honor de la muchacha, le atribuían amoríos sin cuento, afirmaban su ligereza de espíritu y vaticinaban lo incierto de su futuro, y los padres que, nunca habían aceptado a María, lo escuchaban todo sin poner en duda cuanto oían, porque aquellas historias no hacían sino confirmar lo que siempre habían mantenido: que los pobres son como los perros, no tienen moral ni decoro. Prohibieron a Francisco continuar con aquellos devaneos que no conducían a nada. “Un Miñarro es un Miñarro y no puede rebajarse a tanto lodo”. Y para enfriar sus ánimos le plantaron delante una muchacha de ojos tristes y cuerpo de grulla cuyos padres tenían algunos terrenos pedregosos con almendros y la dignidad de un apellido ajado por los años.

            María era bondadosa y no se atrevía a contrariar a sus padres. Sufría en silencio la terrible sentencia. “Esto son cosas de chiquillos, procura olvidar, ya encontrarás un hombre bueno que te quiera”. Ella se negaba incluso a comer, devorada por una angustia que sólo compartían los jaramagos, se perdía en sus labores domésticas y el cuidado de sus hermanos pequeños, tratando con sus silencios de quebrantar el ánimo de sus progenitores.

            Se veían a escondidas, mientras la tarde del domingo caía sobre la tierra en una neblina azulada, y se dejaban invadir por las sombras de la noche, amparados en el fulgor de las estrellas y el brillo de su amor que, contra la voluntad de todos, era cada vez más luminoso.

*****

            Los hermanos de Francisco decidieron tenderles una trampa. Los dos mayores marcharon a la capital y buscaron el burdel más prestigioso.

            -¿Cuál es la puta más cara? -preguntó el mayor nada más entrar.

            La mujer que estaba detrás de la puerta no despegó el cigarro de los labios, ni abrió el ojo derecho para mirarlos. Tenía un aspecto de cadáver ceniciento, embutido a la fuerza en un traje de colores chillones. Los miró como se miran dos perros vagabundos y les hizo una señal ambigua con el ojo izquierdo. El plan era sencillo, tan sencillo como estremecedor.

            Pocos días después se presentó en Lorca una mujer de aspecto tímido que mostraba un estado de avanzado embarazo. Preguntó en la plaza dónde vivía la familia Miñarro. Llevaba una pequeña maleta atada con una cuerda de esparto. Al ver el aspecto de la mujer dos hombres se aprestaron a acompañarla y llevarle el bulto.

            La mujer sonrió vagamente y agradeció la ayuda, se dejó conducir por las calles del pueblo, bajo el sol feroz del mediodía, y por el camino la curiosidad de los hombres pudo más que el silencio de la mujer.

            -¿Es usted de la familia?

            -Todavía no.

            -¿Todavía?

            -Vengo para casarme con el padre de mi hijo -dijo señalándose el vientre.

            Los hombres se miraron desconcertados y, como no se atrevían a seguir preguntando, ella les soltó lo que estaban deseando oír: el nombre del que la había dejado encinta.

            -Francisco -dijo secamente.

            La noticia atravesó el aire como una flecha incendiada. Inútil fue para Francisco pregonar hasta el delirio que no conocía a aquella farsante de nada, que no la había visto en su vida, y que aquello era obra de algún endemoniado que buscaba su perdición. Su padre montó en cólera y le conminó a reparar la felonía cometida ante el altar de Dios y la mirada de los hombres. La madre se encerró durante días para no sufrir la humillación insoportable de tener un hijo perdulario y la vergüenza de sufrir la lastimosa presencia de la ultrajada. En el pueblo, la ausencia de noticias interesantes había despertado la imaginación de los hombres y la morbosidad de las mujeres.

            Cuando la noticia llegó a oídos de María, se encontraba comiendo con toda la familia. Un primo vino con la excusa de echar un vistazo a la cabra que estaba preñada. Incapaz de soportar el peso de la información la arrojó sobre la mesa sin preámbulos.

            María escuchó imperturbable con la cuchara en la mano y la mirada perdida en el plato, sin poder levantar los ojos. Su padre pegó un puñetazo sobre la mesa y un par de vasos cayeron con estrépito al suelo haciéndose añicos.

            -¡Lo sabía! ¡Son unos cerdos!

            María decidió meterse a monja porque la ofensa había extirpado de su corazón las ansias de vivir. Pero sus padres no querían ni oír hablar de clausuras ni conventos, porque aquello era publicar la derrota y aceptar la humillación, de manera que aceleraron un noviazgo improvisado y un casamiento sin amor, con un tosco campesino de la huerta, a quien no importaban en absoluto la ausencia de amor o la angustia de María.

            Extenuada por la vigilia y el cansancio permanentes, María se dejó arrastrar hacia el abismo. Los trámites fueron vertiginosos y un mes más tarde se casaba en la iglesia de la Virgen de las Huertas, atestada como nunca, con un hombre enjuto que tenía rostro de lechuza y manos de carnicero. Cuando recuperó, meses más tarde, la conciencia de la realidad, enterró el recuerdo de Francisco en el baúl de la memoria y se dispuso a olvidar las letras de su nombre.

            Francisco se negó en redondo a reparar una afrenta que no había cometido, y, a pesar de las amenazas fulminantes de su padre, la hostilidad impermeable de sus hermanos y la repudia general del pueblo, se mostró impermeable. La mujer fue acogida en la casa como una nueva hija que el destino les había deparado, y lloraba tiernamente su desgracia. Había tejido la historia de sus amores con Francisco con tal firmeza, que era imposible dudar de la veracidad de sus argumentos. Esgrimía detalles íntimos de la anatomía de Francisco, una cicatriz en la ingle, una verruga en la espalda, revelaciones que le habían confiado secretamente los hermanos y que ratificaba a los padres la contundencia de un amor cierto.

            -El hijo llevará el apellido de los Miñarro -decía el padre ante la evidencia de la paternidad.

            Cuando Francisco se supo derrotado decidió que lo mejor era marcharse para siempre. Escribió una carta para María en la que le confesaba su inocencia y las oscuras sospechas que lo atormentaban. Le prometió que nunca amaría a ninguna otra mujer y que volvería a por ella.

            La mujer embarazada desapareció un día de casa de los Miñarro tal como había venido. Dejó una nota alegando que su hijo no podía nacer en una casa que había sido abandonada por el padre. Marcharía a la capital donde tenía familia y comenzaría una nueva vida con la infeliz criatura. Los padres de Francisco se quedaron aturdidos, pero pronto cambiaron de opinión y creyeron que aquella mujer había actuado certeramente, porque el hijo que esperaba nunca podría andar por aquellos parajes con la cabeza erguida.

            María no tenía apenas relación carnal con su marido. Sin embargo, quedó embarazada en una de las pocas ocasiones en que el hombre le puso la mano encima. Aquel estado acrecentó el tamaño de sus sombras y trastocó definitivamente su estado neurológico. Se pasaba las noches zozobrando en un insomnio de fiebre, mirando con ojos delirantes la pesadilla de su vida. Perdió totalmente el apetito y se abandonó a la muerte con aquello que hinchaba su vientre día tras día.

            Su hijo nació a los siete meses, ávido de luz, porque estaba harto de naufragar en la oscuridad que reinaba en la placenta de su madre. Desde el primer momento dejó bien claro que no iba a ser un niño normal, tenía los ojos achinados, y en su cabeza se notaba la ausencia de espacio craneal para albergar un cerebro. Pero el niño se aferró a la vida que destilaban los senos de su madre y se obstinó en no morir.

*****

            La guerra civil sacudió el país como un terremoto descomunal de tres años. En todas partes se acumulaban los muertos y las desgracias, los hombres partían a la guerra y no volvían, las mujeres se quedaban en un estado de orfandad permanente porque no sabían si debían considerarse viudas o seguir esperando indefinidamente la sombra de un sueño. Luego, los años de postguerra.

            En el pueblo, las cosas habían cambiado demasiado. Las bombas habían destrozado gran parte de las casas y en todos los hogares había que lamentar alguna catástrofe. La familia Miñarro vio cómo sus hijos partían a la guerra como un ejército de sombras. El azar había diseminado a los hermanos durante la contienda, de tal modo que mientras unos defendían la República, otros apoyaban el levantamiento de Franco. Tres hermanos murieron en las trincheras, destrozados por las bombas y el terror, el mayor de todos fue dado por desaparecido, dos fueron fusilados, otros dos marcharon con la División Azul a combatir en el extranjero y fueron tragados por la nieve rusa y el hielo del olvido, uno ingresó en las Brigadas Internacionales y lo engulleron las ciénagas polacas. Los dos que sobrevivieron regresaron al pueblo con el cuerpo cosido de cicatrices y el alma mutilada.

            María había enterrado a su marido durante la guerra, no a consecuencia de la misma, sino como resultado de una gangrena que lo mantuvo un mes en un grito delirante y una pesadilla de infierno. El hombre de la cara de lechuza dejó a María sin penetrar apenas su cuerpo y sin violentar en absoluto su alma. Ella quedó viuda, con la carga del hijo subnormal que se orinaba encima y babeaba por los rincones como un caracol siniestro.

            Los hombres enterraron los muertos y con ellos trataron de enterrar el recuerdo de la guerra. Los años pasaban deprisa. La primavera regresaba cada mes de marzo para recordar a los hombres que las semillas son ajenas a las tribulaciones humanas, que el sol fecunda las espigas aunque debajo de la tierra se pudran los cadáveres, y que las flores renuevan su hermosura a pesar de tanta muerte.

            María envejeció. Mientras tanto, murieron sus padres y desaparecieron sus hermanos.

            Su hijo tenía una expresión ausente, como si mirara la nada y, cuando los ojos de ambos se cruzaban, la tarde se ponía repentinamente oscura. En mitad de la noche, el muchacho solía despertarse con unos alaridos guturales que hacían estremecerse a los pájaros dormidos en los árboles.

            El tiempo fue enterrando en el olvido a los que habían caído durante la guerra y a los que cayeron después. De vez en cuando aparecía por la casa alguna vecina o el hijo de algún difunto para explicarle que el mundo seguía dando vueltas María respondía con una mueca indefinible que podría interpretarse como una sonrisa de gratitud o como un gesto de impaciencia. Vivía alejada del pueblo, porque no podía tolerar la compañía de nadie y si no se había quitado la vida era por no dejar solo en el mundo a aquel infeliz de mirada extraviada que había engendrado.

*****

Un domingo por la tarde se sentó en el patio. Cerró los ojos y recordó su vida, su absurdo destino. La invadía el silencio de las nubes, y la quieta presencia de la sierra de Almenara instalaba en su alma un sentimiento de lejanía y de tristeza.

            De pronto sintió que el aire se había detenido en mitad de la tarde y que cruzaba bajo la tierra un extraño rumor de pasos. Sintió que las semillas germinaban debajo de sus pies y que un clamor telúrico golpeaba su pecho. Entonces abrió los ojos y vio a lo lejos la silueta que había estado esperando durante más de cincuenta años.

            Avanzaba lentamente, bordeando el silencio de los árboles y las tibias orillas de la tarde. A su espalda se extendía una lejanía de contornos imprecisos, el perfil azulado de los montes inmensos. María reconoció el aura iluminada, los ojos verdes destrozados por el amor, el rostro del hombre que le tendía los brazos desde la eternidad de la memoria.

            Se levantó para abrazarlo en silencio, bajo la tarde rosa y morada del crepúsculo, porque el amor seguía incendiando sus huesos después de tanta ausencia. Alargó enamorada sus brazos, con un temblor de pájaro, mientras sus ojos se inundaban de lágrimas y su cuerpo se entregaba a la caricia imposible.

            La encontraron unos regadores a la mañana siguiente, con una extraña sonrisa en los labios y los ojos abiertos hacia el cielo.