REINALDO JIMÉNEZ
Un hombre bueno
J. R. Barat
Reinaldo Jiménez es, en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno. Nació en La Herradura, una pequeña aldea de Almuñécar, Granada, entre montañas, olivos, gentes sencillas y olor de tierra. No hay más que ver su aliño indumentario para darse uno cuenta de que se halla delante de un hombre tocado por la gracia y la humildad. Un hombre iluminado por dentro que irradia hermosura por todos los poros de su piel.
Es maestro de escuela porque ama a los niños y sin ellos no entendería la vida. Muy a menudo, conversa con el hombre que siempre va con él, por eso es fácil encontrarlo silencioso, mirando las estrellas, escuchando la lluvia o paseando por el parque solitario. Confiesa que no entiende las injusticias, que comparte el dolor y el sufrimiento de todos los oprimidos y que sueña con un mundo a la medida de todos los hombres.
Es un “domador de grillos” que contempla con serenidad “la herrumbre de los días”. El tiempo pasa ante sus ojos, veloz e irreversible y va dejando la sustancia del óxido y el sentimiento de pérdida. Quisiera “pescar auroras”, domar las voces discordantes de su espíritu, la algarabía de emociones que pululan por su alma. Por eso se refugia en sus “cuarteles de invierno” y reflexiona, y busca a Dios, y “a la caída de los sueños”, se sienta en la tarde y otea el horizonte sin tristeza.
Reinaldo Jiménez es un poeta cuyos versos brotan de manantial sereno, ese manantial que es el corazón en paz y armonía consigo mismo: el corazón de un hombre que siembra la alegría y que camina por el mundo sin sobresaltos, tranquilamente hacia su propio destino, como los hijos de la mar.