NO TENGO NOMBRE

Relatos con causa

(32 relatos y un destino)

A beneficio de la Asociación Española de Síndrome de Rett

1

El padre Angelo Alberoni apagó las luces de la sacristía y salió a la nave central. Cruzó por delante del retablo mayor y, tras santiguarse por enésima vez, comprobó que todo reposaba en una beatífica y sacrosanta quietud.

Caminó arrastrando su artrosis a través del templo, sin dejar de rezar en voz baja la última oración del día, y al llegar a la pila del agua bendita mojó levemente las yemas de los dedos y volvió a persignarse mientras amagaba un ensayo de genuflexión.

Fue al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave de la puerta principal cuando oyó un leve quejido. Un suspiro entrecortado. Sus ojos miopes parpadearon confusos detrás de las gafas de alambre, antes de volverse temerosos hacia la oscuridad que lo envolvía. A su alrededor, más que ver, intuía las siluetas de los santos en las hornacinas, las figuras sagradas en los lienzos de los cuadros, contornos de velas apagadas y búcaros con flores rancias.

A su derecha volvió a sonar un pequeño ruido, como una respiración entrecortada o un jadeo. No había duda. Allí, a escasos metros de él, debía de haber un animal o una persona.

Llevaba tantos años en aquella pequeña iglesia que ya conocía todos sus rincones y la posición de los muebles aun con los ojos cerrados.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó a las sombras.

Avanzó un par de pasos hasta dar con el retablo de san Nicolás. Sus dedos avezados a tantear en la oscuridad no tardaron en localizar el candelabro de tres brazos y el interruptor. Lo pulsó y, al momento, las tres di- minutas bombillas se iluminaron esparciendo a su alrededor una claridad fantasmagórica.

El padre Angelo recorrió con los ojos el lugar y no tardó en descubrir a un joven de raza negra acurrucado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.

—¿Qué haces ahí?

El joven estaba temblando.

—Te he hecho una pregunta —dijo el padre Angelo sin levantar demasiado la voz—. ¿Te encuentras bien?

El sacerdote acercó el candelabro para observar mejor a aquel desconocido agazapado como un conejo asustado. El muchacho hizo un ademán de protegerse de la luz.

—Vamos, no temas. ¿Necesitas ayuda?

El párroco descubrió, aterrado, que el joven tenía el costado derecho lleno de sangre.

—¡Estás herido! ¿Puedes ponerte de pie? ¡Vamos! ¡Tenemos que avisar a un médico!

—No.

El desconocido se puso de pie con algo de dificultad. Se trataba de un chico alto, delgado, bien parecido, de aspecto fuerte. El religioso desvió la luz del candelabro hacia la herida.

—¿Qué te ha pasado?

—Me he caído.

El sacerdote siguió contemplando a la luz de las bombillas el costado de aquel pobre infeliz. Apartó con cuidado la camisa y comprobó que la herida seguía sangrando. Un corte mínimo, hecho seguramente con un cuchillo o una navaja. La sangre había empapado la camisa y el pantalón de manera alarmante.

—Durante muchos años fui cura militar —explicó con una sonrisa triste—, y yo te digo que sobrevivirás. Pero tenemos que limpiar esa brecha si no queremos que se infecte.

—No médicos ni ambulancias —exigió tímidamente el joven.

—No te preocupes. Tengo un botiquín de primeros auxilios aquí en la sacristía.

2

Media hora más tarde, después de limpiar a conciencia la herida y aplicar una buena dosis de desinfectante, el padre Angelo cubrió la parte dañada con unas gasas y lo vendó todo con un lienzo blanco, dando un par de vueltas alrededor de la cintura, a modo de faja. Luego le entregó una camisa.

—Toma, es mía. Te la regalo. Siento no tener también un pantalón.

El joven hizo un gesto imperceptible con la cabeza en señal de reconocimiento.

—Gracias.

El padre Angelo se acercó hasta un pequeño armario, sacó una garrafita que contenía un líquido ambarino y un par de vasos de barro. Los llenó hasta el tope y le alargó uno de ellos al joven.

—Es vino dulce, el que uso en la eucaristía.

—No bebo alcohol.

—Esto no es alcohol. Es la sangre de Cristo. Te sentará bien.

Y sin añadir nada más, el sacerdote se llevó el vaso a los labios y bebió un trago. El joven lo imitó.

Ambos se quedaron mirándose durante unos segundos.

—Así que te has caído —musitó el religioso—. Pues debes de haberte caído sobre un hierro muy afilado…

El joven no respondió.

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre.

El sacerdote volvió a llevarse el vaso a la boca. Apuró el vino. Tomó la garrafa y lo llenó otra vez.

—Hasta los perros tienen nombre.

—Puede llamarme C. K.

—¿De dónde eres?

—De muy lejos.

El padre Angelo asintió. Guardó la garrafa en el armario y se quedó mirando al desconocido.

—Está bien. No quieres decirme quién eres ni lo que te ha pasado… Lo mejor será que llame a la policía y les cuente que tengo aquí a un inmigrante ilegal herido con arma blanca. El comisario Vanoni es un buen amigo mío. Tengo por aquí su número de teléfono…

El joven dejó el vaso a medio consumir sobre la gran cómoda que tenía a su izquierda. Su rostro estaba tenso.

—No, por favor. No llame a nadie.

El sacerdote pareció vacilar. Permaneció durante unos segundos con la mirada fija en el joven, como si dudara sobre qué hacer.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiséis.

—La herida no es importante, pero debería verte un médico.

—No puedo ir a un hospital.

—Comprendo.

  1. K. bajó la cabeza.

—¿Tienes hambre?

El joven negó sin abrir la boca.

—Pues aquí no puedes quedarte. He de cerrar la iglesia. Supongo que tendrás algún lugar a donde ir…

  1. K. alzó los ojos. El padre Angelo jamás había visto tanta desolación en una mirada.

—No tengo ningún sitio a donde ir. Y necesito confesión.

El párroco se alarmó.

—¿Has matado a alguien?

El joven movió la cabeza horizontalmente.

—¿Entonces?

—He perdido la fe. Dios es malo, padre.

—¡Hijo mío! ¿Cómo puedes decir eso? ¡Dios es bueno y misericordioso!

—¡Los hombres son malos! ¡El mundo es un infierno!

—¡No blasfemes, hijo! —ordenó el padre, aterrorizado por el cariz que tomaba la conversación—. ¡Estás en la casa de Dios!

  1. K. rompió a llorar como un niño.

El padre Angelo volvió al armario, sacó de nuevo la garrafa de vino y llenó otra vez su vaso. Bebió un buen trago, mientras esperaba que aquel joven se desahogara.

3

—El mundo es un infierno.

—Eso ya me lo has dicho.

—El bien no existe. El hombre es malo.

—Esto también me lo has dicho.

  1. K. se quedó callado. De pronto tomó el vaso, se lo llevó a los labios y vació el contenido de un golpe. Tosió ligeramente.

—Puedes abrirme tu corazón, hijo mío.

El joven se mordió el labio inferior. Luego se llevó la mano derecha al lugar de la herida y ahogó un gemido.

—¿Te duele?

—No —dijo con firmeza.

El padre Angelo guardó silencio. C. K. no sabía dónde poner los ojos.

—Nací en una aldea del sur de Nigeria, en una familia muy humilde. Tenía dos hermanas más jóvenes que yo. Mi madre murió al dar a luz a la pequeña. Yo estudié en la Universidad de Lagos mientras trabajaba con mi padre en un taller de coches. Apenas dormía, pero eso no me importaba con tal de conseguir el título de ingeniero mecánico.

—Vaya —sonrió el sacerdote—, así que eres ingeniero…

—Mecánico. Siempre me gustaron los motores. Creo que la afición se la debo a mi padre. Me crie entre camionetas y automóviles despanzurrados, saltando por encima de las carrocerías, los carburadores y los neumáticos. Mi padre siempre fue un excelente mecánico. Y fue él el que me convenció de que estudiara para ingeniero…

—Hablas muy bien el italiano.

—Llevo seis meses en Italia, padre. A la fuerza ahorcan.

—¿Por qué abandonaste tu país?

—Entré a trabajar en una fábrica que pertenecía a una importante em- presa de combustibles, en las afueras de la ciudad. Las condiciones eran monstruosas. Entrábamos a las siete de la mañana y terminábamos a las ocho de la tarde. Trece horas seguidas, con solo una pausa de quince minutos para comer rápidamente un pedazo de pan con cualquier cosa. Las medidas de seguridad eran ridículas. Debido a eso y al agotamiento, todos los días morían trabajadores. Cinco o seis muertes al día era lo habitual.

—¿Y cómo podíais soportar eso?

—Había decenas de guardias armados vigilándonos. Vestían de negro y llevaban rifles automáticos, pistolas y fusiles. Ninguno de ellos era nigeriano. Eran occidentales. Norteamericanos, alemanes, australianos, italianos… Pertenecían a empresas privadas de seguridad y nos trataban como si fuéramos delincuentes o presos.

—Entiendo.

—Montamos un sindicato clandestino. Pero los mercs eran terribles.

—¿Los mercs?

—Sí. Los guardias. Una abreviatura de «mercenarios». Si nos veían bajar el ritmo del trabajo nos golpeaban, si nos descubrían hablando nos gritaban o nos apaleaban. Muchas veces trabajé con fiebre o enfermo, para evitar que me echaran a la calle. Esto es lo típico en todas las fábricas de mi país. Trabajando como le digo, padre, yo ganaba unos cincuenta dólares al mes.

¿Sabe usted cuánto ganaba cada uno de esos guardias de seguridad al mes?

—No tengo ni idea.

—Seis mil dólares.

El padre Angelo lanzó un silbido. Hizo en gesto de reprobación.

—Nigeria es un país rico en materias primas, pero las guerras internas, la barbarie humana, el terrorismo estatal y el abuso de Occidente son endémicos.

Guardó silencio unos instantes, como si necesitara tomar aliento o impulso. Sus ojos oscuros y grandes se posaron en los del cura.

—Estuve dos años trabajando en la fábrica. A pesar de la represión de los guardias, comenzamos a hacer manifestaciones y huelgas para pedir mejoras en los salarios y en las condiciones de seguridad. El líder era un compañero llamado H. M. Un hombre admirable. Siempre dispuesto a dar la cara por los demás, a ayudar, a pelear por la justicia, a levantar la moral de los demás cuando el ánimo decaía. Los guardias lo tenían controlado, pero él no se amilanaba nunca, a pesar de las palizas que le daban de vez en cuando.

El joven soltó un leve suspiro antes de seguir.

—Al final, los dirigentes de la empresa se vieron obligados a reunirse con el sindicato. Fue un éxito. La fábrica aceptó las condiciones de los manifestantes. Parecía que la situación se había resuelto…

—¿Parecía? ¿Qué quieres decir?

—Al día siguiente, H. M. no apareció por el trabajo. Y al otro tam- poco. Los cabecillas del sindicato empezaron a desaparecer misteriosamente… Algo estaba ocurriendo, era evidente. Decidimos hacer una manifestación a favor de los «desaparecidos». Fue una carnicería. Los mercs comenzaron a disparar sin ton ni son contra la multitud. Imagínese, padre. Murieron veinticuatro compañeros, asesinados a quemarropa. A los demás nos encañonaron contra las paredes. Hubieran podido acabar con todos y no habría ocurrido nada. La impunidad de esta gente es absoluta.

  1. K. guardó unos momentos de silencio. Se cogió la cabeza con las ma- nos mientras sus ojos volvían a derramar unas pocas lágrimas. El sacerdote le alargó una servilleta de tela, de las que usaba para celebrar la misa.

—Toma, límpiate.

—Dos días más tarde, en plena madrugada, me pasó algo increíble —dice C. K. después de enjugarse las lágrimas—. Antes de entrar a trabajar, aún de noche, en la puerta de la fábrica, se me acercó disimuladamente uno de los mercs. Era inglés. Yo había hablado con él un par de veces sobre fútbol. Sin que nadie se percatara de su acción, me reveló que H. M. y los demás desaparecidos habían sido ejecutados por los mismos guardias y que los administradores de la empresa tenían una lista con los nombres de los manifestantes. Me dijo que mi nombre estaba en esa lista y que antes o después yo iba a desaparecer también.

4

El padre Angelo se puso de pie. Guardó la garrafa de vino en el armario y llevó los dos vasos de barro a la pileta que había al fondo de la sacristía. Los fregó con un estropajo y los puso a secar sobre un trapo. Luego volvió junto al joven nigeriano, que tenía los ojos clavados en el suelo.

—¿Seguro que no tienes hambre?

C. K. alzó la cabeza.

—Un poco.

El sacerdote sonrió.

—En ese caso, lo mejor será que vayamos a mi casa. Te invito a cenar. Soy vegetariano, pero te puedo preparar una ensalada estupenda.

El joven africano hizo un gesto de conformidad.

Unos minutos más tarde, dos figuras cruzaban las calles de aquel barrio del sur de Roma hasta un edificio con pinta de residencia. El padre Angelo abrió la puerta y entraron.

—Es un colegio de sacerdotes. Algo así como un convento con régimen abierto. Por cierto, ¿tú no serás musulmán?

—No, padre. Soy cristiano.

—Ah.

Entraron en una zona ajardinada, a modo de claustro. Los pisos de los religiosos daban a aquel patio, como pequeñas celdas de una misma y enorme colmena.

Poco después, entraban en la vivienda del padre Angelo Alberoni. Apenas cincuenta metros cuadrados.

—Me paso la vida en la iglesia o visitando feligreses enfermos. Este piso lo uso solo para dormir y poco más.

El joven tomó asiento. Mientras el padre Alberoni preparaba algo para cenar echó un vistazo al lugar. La cocina y el comedor formaban una misma sala. Un pasillo mínimo conducía a la habitación del párroco y al baño. Una mesa, cuatro sillas, un par de estanterías y algunos objetos religiosos esparcidos aquí y allá. Nada más. Sobriedad espartana.

El padre puso sobre la mesa una ensalada con tomate, lechuga y aceitunas, un trozo de queso, un pedazo de pan, una jarra de agua, dos tenedores y dos vasos.

—Hale, a comer.

Pero ninguno de los dos tenía realmente hambre, así que a los cinco minutos habían terminado. El sacerdote preparó un poco de café.

—¿Qué pasó después? —preguntó mientras servía el café humeante.

—Convencí a mi padre y a mis hermanas de que debíamos abandonar Nigeria y venirnos a Europa. Reunimos todo el dinero que pudimos, cogimos lo indispensable y cerramos la casa. Una madrugada tomamos el autobús y dejamos Lagos. Nos costó casi dos días llegar a Niamey, en Níger. Allí cogimos otro autobús, que tardó tres días en llevarnos a Mali. Ahí empezaba lo peor, porque para llegar hasta el mar, en Libia, teníamos que recorrer casi cuatro mil kilómetros de desierto. Sin autobús ni coche. No había más remedio que viajar a lomos de camello. Al principio, nos pareció una aventura y emprendimos el viaje con la caravana con cierta alegría. Cada vez estábamos más lejos del horror y más cerca de Europa. El trayecto hasta Argelia fue bien. La gente de la caravana era amable y lo compartíamos todo. Disponíamos de comida y de dinero, todos nuestros ahorros, así que fue una época dura pero llevadera.

El joven nigeriano hizo una breve pausa y tomó un sorbo de café. El padre Angelo Alberoni permaneció en silencio para no interrumpir el hilo del relato.

—A poco de pisar territorio argelino comenzaron los problemas con los bandoleros del desierto. No había semana que no fuéramos asaltados por los saqueadores de caravanas y por los militares. Como puede imaginar, la gente se defendía como podía de estos ataques. Pero los bandidos eran despiadados. Violaban, robaban y asesinaban a sangre fría. A mis hermanas las forzaron varias veces. Mi padre y mi hermana mayor no pudieron contarlo. Murieron en uno de estos ataques, siempre nocturnos y siempre por sorpresa, mientras dormíamos. A mi padre lo mataron por tratar de impedir que abusaran de mi hermana. A ella la degollaron después de forzarla entre cinco.

El padre Angelo Alberoni se santiguó dos veces al oír aquella aberración.

—De las doscientas personas que dejamos Mali solamente llegamos ochenta a Libia. Entre ellos, mi hermana pequeña y yo. Una de las últimas noches en el desierto nos sorprendió una terrible tormenta de arena. Fue espantoso. El viento se lo llevaba todo por el aire y la arena se te metía en los ojos y en los pulmones. Mi pobre hermanita no pudo sobrevivir.

Rompió a llorar de nuevo, tapándose la cara con las manos.

El padre volvió a llenar las tazas. Bebió en silencio mientras esperaba que el joven se calmara. Este alzó los ojos cubiertos de lágrimas.

—Llegué solo a Sirte, al norte de Libia, ya en el mar. Habían pasado seis meses desde que dejé Nigeria. Apenas conservaba nada. Me pidieron 2.500 dólares para subir a una embarcación y llevarme a Italia. Era todo lo que tenía. Lo último que me quedaba de toda mi familia. Si mi padre y mis dos hermanas no hubieran muerto en el desierto, no habríamos podido embarcar rumbo a Europa. Pensé que Dios había tomado una terrible decisión. Que ellos murieran para que yo pudiera subir a aquella maldita barca por 2.500 dólares. No podía volverme atrás, así que le entregué todo mi dinero al árabe que manejaba aquel negocio, un tipo mal encarado que no hablaba más que una jerga incomprensible. Me metieron en un camping con un montón de desconocidos. Aquel lugar parecía un campo de refugiados, sin baños, sin luz, sin agua… Como si fuéramos ganado. Ahí estuve más de un mes, rodeado de gente que hablaba otras lenguas, tenía otras costumbres y practicaba otras religiones. Me hice amigo de unos musulmanes libios, con quienes compartía la soledad y la desesperación.

5

El padre Angelo Alberoni aprovechó los momentos de silencio que siguieron a aquellas palabras para retirar la mesa.

—No te he ofrecido fruta —dijo desde la cocina—. ¿Quieres una manzana o una naranja?

—No, gracias —dijo el joven africano con una media sonrisa.

—La verdad es que cada vez como más ligero —dijo el sacerdote volvien- do a tomar asiento—. Muchas noches, ni siquiera ceno. Una pieza de fruta o un vaso de leche, y a la cama…

Volvieron a quedarse unos instantes callados.

—Sigue. Te escucho —susurró el párroco.

—Una noche se me acercó un tipo que me había estado observando durante varios días. Me preguntó de dónde era, si tenía familia y si era musulmán. Yo no pensaba en nada malo, así que le dije la verdad. Al revelarle que era cristiano, aquel individuo sacó una pistola y me disparó a bocajarro. Mire.

  1. K. retiró la camisa y mostró unas cicatrices en el hombro izquierdo.

—Fue un milagro que aquel loco no me matara. Me salvó otro musulmán, que estaba presente y que consiguió arrebatarle la pistola antes de que acabara conmigo. Por suerte para mí, este otro era estudiante de medicina y buena persona. Estuve tres días sin conocimiento, entre la vida y la muerte. Cuando recuperé la conciencia, mi salvador había desaparecido. Alguien me dijo que se llamaba Ibrahim y que era egipcio. No tuve ocasión de darle las gracias por salvarme la vida.

El joven hizo una breve pausa. Sus ojos estaban abismados en aquellos dolorosos recuerdos.

—Cierta noche vinieron a buscarnos. Había marea baja y luna llena. Nos dijeron que era el momento ideal para la partida. Al llegar a la playa nos quedamos aterrorizados. La barcaza era vieja y estaba en unas condiciones lamentables. Muchos de nosotros nos negamos a subir, pero nos obligaron apuntándonos con armas automáticas. Seríamos unos doscientos, la mayoría mujeres y niños. Subimos a la fuerza. También subieron dos traficantes de aquellos. Ninguno de los dos inspiraba confianza. Iban armados y nos amenazaron con matarnos y tirarnos al mar si causábamos problemas.

El padre Angelo volvió a servirse café, pero descubrió que la cafetera estaba vacía.

—¡Vaya! ¡Prepararé otra!

Se levantó sin prisa y puso otra cafetera al fuego. Luego regresó, renqueante.

—Esta maldita artrosis acabará conmigo.

Se sentó y se limpió las gafas de aumento.

—No sé cómo se empañan tanto estos cristales. Hay que estar siempre limpiándolos.

  1. K. observó con simpatía al párroco. Debía de haber superado ya los setenta. Era de estatura media, complexión delgada, piel blanca y ojos azules. Escaso de pelo. Desprendía un aura beatífica. Cuando sonreía se le formaban dos hoyuelos diminutos en las mejillas.

—Tuve mucha suerte porque me ubicaron en la cubierta y no en el in- terior de aquella barcaza. Tardamos cuatro horribles días en llegar a Italia. Cuatro días en los que no dejé ni un solo momento de oír los gritos bajo la cubierta. La gente chillaba y pedía socorro, decía que se ahogaba con los humos del barco y la falta de oxígeno. Imagínese, hacinados como animales que van al matadero. Sin poder respirar. Sin comer, ni beber, ni evacuar… Estaban encerrados con candado. Y aquellos dos criminales se turnaban para vigilar la puerta, con armas, bebiendo alcohol y fumando sin parar.

La cafetera se puso a silbar. El padre Angelo fue a la cocina y regresó con ella. Sirvió las dos tazas sin preguntar.

Bebieron en silencio.

—Cuando llegamos a las aguas territoriales italianas, apareció la mari- na, que tomó el control de la barca. Nos escoltaron hasta Sicilia. No puede imaginarse el horror al desembarcar. Muchos de los que iban bajo cubierta estaban muertos, la mayoría niños. Con el griterío y el escándalo, los dos criminales desaparecieron, mezclándose entre los inmigrantes. Nadie los vio. A nosotros nos hicieron un rápido control médico, sobre todo para saber si podíamos padecer alguna enfermedad contagiosa.

El muchacho se quedó callado un momento, y aprovechó para tomar un sorbo de café.

—Al ver que yo tenía título universitario, me dieron el permiso de soggiorno.

—¿De estadía?

—Eso es.

—Entonces tuviste suerte.

—Sí, pero de poco me ha servido. En realidad, sigo estando ilegal, porque el permiso de estadía me caducó relativamente pronto y tenía que volver a mi país. Como comprenderá, no podía regresar. No debía. ¡Merecía una oportunidad!

—¿Y qué hiciste?

—Vivo en un apartamento de ochenta metros cuadrados cerca de la estación de trenes Termini, con otros catorce inmigrantes ilegales, como yo. Tenemos un baño para todos. Y tres cuartos.

—¡Dios mío! ¿Y a qué te dedicas?

—Estamos controlados por una banda de mafiosos que nos han confiscado los documentos para marginarnos del sistema legal. De ese modo nos tienen absolutamente controlados y bajo su poder. Nos obligan a trabajar vendiendo baratijas, alfombras, gafas y relojes por la calle, a los turistas. Nos obligan también a pedir limosna. Todo el dinero que sacamos tenemos que entregárselo. Si alguna vez intentamos engañarlos y nos descubren, lo pasamos mal. Nos pegan palizas brutales y a veces, incluso, han llegado a matar a alguien. Llevan armas y son bastante violentos.

—¿No hay forma de escapar de estas mafias?

—Si se enteran de que quieres abandonarlos, y siempre se enteran, van a por ti. Te impiden tener trabajos regulares. Yo soy ingeniero mecánico y muchos de mis compañeros de piso también tienen una buena formación universitaria. Algunos son médicos o enfermeros o profesores…, pero vivimos amenazados.

—Ya —dijo el padre Angelo—. Y sospecho que esa herida que te han hecho con un cuchillo tiene mucho que ver con lo que me estás contando. ¿No es así?

  1. K. alzó los ojos, oscuros como un pozo sin fondo. Ya no le quedaban lágrimas.

—Me equivoqué al venir a Italia —susurró con un temblor indefinido en la voz—. Aquí la gente que conozco también ha ido desapareciendo. Como en la fábrica de Nigeria, como en la caravana del desierto, como en la barca que me trajo a Sicilia… Aquí, padre, también desaparecen las personas… Nadie se despide, nadie te dice lo que piensa, nadie te dice lo que hará al día siguiente. Cada día puede ser el último que veas a un compañero de piso. Cada día puede ser el último de tu vida. ¿Hasta cuándo todo esto, padre?

El sacerdote sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió una lágrima que había empezado a deslizarse por su mejilla.

—El mundo es un infierno, padre.

6

Angelo Alberoni palmeó la espalda de C. K.

—Vamos, vamos. No te desanimes. Seguro que Dios, en su infinita misericordia, acaba acordándose de ti.

El joven se puso de pie.

—Se ha hecho tarde, padre. He de irme.

El sacerdote dudó. ¿Debía retenerlo en su casa aquella noche o dejarle regresar al apartamento que compartía con otros trece ilegales? ¿No sería peligroso dejarlo ir? Pero, por otra parte, ¿no sería también peligroso acogerlo?

Se alzó de hombros. Seguramente estaba viendo fantasmas. Antes o después, las aguas volverían a su cauce y aquel pobre chico conseguiría la libertad que tanto ansiaba. Al fin y al cabo, Roma estaba llena de chicos como él. El tiempo siempre acaba encontrando un final perfecto.

—Sí. Creo que será lo mejor —aprobó el párroco-. Ven cuando quieras a verme. Suelo estar por la iglesia.

—Gracias de nuevo por todo.

—El Señor vela por nosotros. No lo olvides.

En los ojos de C. K. hubo un relampagueo triste.

El sacerdote acompañó al joven hasta la puerta de la calle. Allí se despidieron con un fuerte apretón de manos.

—Confía en Dios y no temas.

Angelo Alberoni subió a su casa pensando en toda aquella extraña historia. Al día siguiente diría algunas palabras en el sermón sobre el tema la inmigración ilegal, la explotación en el tercer mundo, la pasividad de los políticos occidentales y la falta de escrúpulos de quienes se aprovechan de personas desesperadas como C. K.

Llegó al salón de su vivienda con estos pensamientos. Se asomó a la ven- tana que daba a la plaza. Se había hecho demasiado tarde. Estaba vacía. Las farolas alumbraban la noche con una luz tímida y fantasmal.

Vio a C. K. cruzar la plaza como una sombra huidiza. Al llegar a la es- quina, el muchacho se detuvo y alzó los ojos en dirección a la vivienda del sacerdote. Ambos se saludaron con un gesto mínimo de la mano.

Luego, C. K. desapareció tras la esquina y el padre se quedó unos segundos con la mirada perdida en ninguna parte, pensando en las tareas del día siguiente. Tenía una misa a las nueve de la mañana, otra a las doce y un bautizo a las cuatro de la tarde.

Fue entonces cuando sonó el disparo.

Aterrado se asomó otra vez a la plaza. Completamente desierta.

La luna, en mitad de la negrura de la noche, parecía una oblea de hielo.