Prólogo al libro

LA COARTADA DEL LOBO

Pedro Felipe Sánchez Granados

Catedrático de Lengua y Literatura española

 

La poesía de nuestro tiempo se ha convertido en una formidable arma de combate contra un mundo que se astilla, que se expande sin medida y parece dirigirse hacia la disolución y hacia la nada. Por ello, decir poesía supone manifestar una opción ilimitada de compromiso por la durabilidad y la trascendencia. Si adentrarse en ella supone para el lector convertirse en un viajero por los costados de sombra del ser humano, porque la poesía abunda con particular insistencia en el desasosiego, también le permite asistir al milagro de contemplar cómo el poeta siembra en el regazo cálido del verso una semilla cuya cosecha germinará en las regiones superiores del espíritu.

   Y es que los poetas, habitantes obligados, como todo ser humano, de un mundo de afanes imposibles, andan empeñados en una titánica tarea de supervivencia, de huida hacia la luz y hacia la vida. Tal ocurre en las páginas que siguen, un haz de versos de Juan Ramón Barat, acogidos al título de La coartada del lobo. En ellos se detiene el viento para dejar abierto a la contemplación un paisaje de emociones encontradas.

   Dividido en dos partes de extensión equivalente , La coartada del lobo , como el dios Jano de la doble faz, nos muestra dos rostros opuestos de la realidad. En esta tensión de contrarios se halla el equilibrio de la existencia, la pervivencia de la pasión, el gozo permanente de estar vivo, aun con ataduras, frente a los abismos de la nada.

   “La coartada”, primera de las partes, es un monólogo dirigido a la amada, en ofrenda continua de afecto. Se abre con un poema inaugural de idéntico título, en el que Juan Ramón Barat nos desvela, con una imagen de la tradición más pura, su sentido: un búcaro con rosas, trasunto del amor, será la coartada, o el antídoto, quizá la vigilia del pabilo encendido, contra las asechanzas de la muerte. Después, una admonición: “Desventurado aquel/ que tu esplendor ignora./ Nunca la plenitud le será concedida”, y una serie de poemas que, en torno a la palabra amor -unas veces, el sentimiento, y otras, la amada- nos llevan por sendas alternadas de inquietud y gozo.

   La plenitud del encuentro entre los amantes, expresada con ecos de la tradición mística –abundan las citas de San Juan de la Cruz- convierte en incomprensible la presencia de la muerte en el mundo:

“cuando todo termine…/ perdidos para siempre/ en la oscura materia/ de la muerte…/ qué será de estas flores/ donde ahora yacemos/ y esta cálida brisa/ y esta luz que nos ciega…” En este itinerario por el amor, Juan Ramón Barat va dibujando un paisaje de rosas rojas y azucenas en el que conviven el frescor del manzano y la granada de áspera belleza junto a la fruta “carnal y terrible” de la soledad.

   En ocasiones, amor y muerte son fuerzas opuestas que tiran del corazón para absorberlo, mientras la naturaleza (“como águilas de luz/ los astros a lo lejos”, “como bueyes de sombra/ las nubes tan cercanas”) asiste indiferente a este combate, tras el cual, los amantes, como una brizna volandera zarandeada de un lado para otro, quedan “desnudos sobre el yermo/ retablo del amor y de la muerte”.

   Ante la amenaza de las fuerzas turbias de la nada, y antes de que la muerte cumpla su visita, impulsada “por la oscura mecánica del tiempo”, Juan Ramón Barat inicia una escapada hacia los ámbitos de gozo de los sentidos. Es entonces (en el paradójico poema “Carpe Noctem”, recuerdo de Aurora Luque) cuando el poeta, igual que el viejo Anacreonte, propone a la amada el rito de saborear los misterios del vino y la fragancia de la rosa, la lumbre de la vida, porque somos seres situados en una “encrucijada de la historia”, nombres que serán borrados por la niebla.

   En ocasiones la soledad se instala en el territorio común de los amantes, abriendo una brecha por la que se desliza el tiempo “igual que un pez helado y silencioso”. Sin embargo, se impone la fuerza rotunda del amor vencedor de la muerte en el eco quevediano de la composición que da fin a la primera parte: “sé/ que voy a morir/ que todo muere…/ y sé/ que nunca más/ volveremos a vernos/ amor mío/ mas a pesar de todo…”

   “Del lobo” es la segunda parte del libro, para la cual el autor ha elegido la carga de simbolismo de la fiera montaraz. En ella resume las esencias negativas del tiempo, la soledad, la muerte. Y todas unidas, aliadas, vencerán a la vida. Entonces, la coartada del amor habrá sido inútil. El lobo es entendido también como el hombre que aúlla a las estrellas (son aquí visibles las huellas del Dámaso Alonso de Hijos de la ira ), al que sólo le contesta el sideral silencio del cosmos.

   Si en la primera parte las fuerzas negativas, y con especial importancia la muerte, son vencidas por la voluntad de amar, que al fin se impone (el dramático combate entre eros y tánatos , de tanta y tan permanente belleza), en la segunda entramos en el reino de las sombras desatadas. Y su comienzo es un poema, “Sin aurora” , de una atroz pesadumbre existencial: nada quedará de nosotros, ni siquiera el recuerdo en la mente de alguien, se extinguirán los caminos que alguna vez hemos abierto, se borrarán las huellas de nuestro paso, todo será “abismo y soledad y noche triste”.

   Y mientras, los dioses permanecen callados ante la gran pregunta: ¿por qué se nos entrega la belleza o el don de la cordura si estamos destinados a la muerte?, ¿cuál es la causa de tamaña injusticia?. El poeta quiere dejar constancia de su queja, aunque la sepa inútil, aunque ello signifique la constatación de una derrota. Ausente el amor de estas páginas, sólo cabe escribir “pronombres de soledad” , palabras frías, certificados de la angustia y el desánimo. En las amarillas hojas del olvido, un hombre, Juan Ramón Barat, escribe la historia triste de las ausencias, una crónica del desamparo. Sin embargo, quizá no sabe, aunque lo intuimos los lectores, que dejarnos el relato de su desvalimiento es una manera de ganarle minutos a la muerte, es una, aunque pequeña, victoria en la larga batalla por sobrevivir al tiempo y al olvido.

   Una armónica desnudez garcilasiana da el tono formal de un poemario en el que las emociones se presentan puras, en esencia. El amor y la muerte, los ritos de la espera y el encuentro, las tenues veladuras de la melancolía, la intuición sobre la vacuidad del mundo y el destino inevitable del hombre hacia la nada se nos muestran desprovistos de retórica. Recorremos estas composiciones y se hace presente la escasez de adjetivos y artificios de lenguaje. Sólo la desnudez de la palabra y su poder de seducción. Apenas unas metáforas indispensables, y algunos símbolos para la trascendencia, que entroncan, ya lo hemos dicho, con la mejor tradición erótico-mística.

   Es éste un libro de esencias que huye de los adornos del maquillaje léxico porque cada concepto, cada palabra, procedentes del hontanar limpio del espíritu llevan en sí una carga de belleza delicada y autenticidad que tienden con el lector lazos de inmediata cercanía. Esa es, precisamente, una de sus claves, el haber sabido aprisionar en cálidas y accesibles palabras la delicada nervadura del alma y habernos despejado los senderos por los que a ella se accede.

   A la claridad formal contribuye el ritmo permanente de los heptasílabos y los endecasílabos sin rima -salvo en dos sonetos- que dibujan la arquitectura métrica del libro y que se traban en una acertada conjunción lírica. Las palabras tejen, así, una andadura de feliz trayectoria que anda muy cerca de la “música estremada” de Fray Luis.

   Frente a la complejidad de un mundo en el que sólo queda sitio para los ásperos chirridos de la tecnología, para las voces falsas de toda la panoplia de lo virtual, Juan Ramón Barat ha escrito un haz de reflexiones para el sosiego y el debate y la emoción más puros. La coartada del lobo rescata del olvido palabras de magia para la comunicación y la complicidad. Los lectores nos reconocemos en estas palabras que son nuestras, pero que también son una dádiva para nosotros de alguien que, como el autor, cree en las afinidades de la emoción y de los sentimientos.