UN SUEÑO EN RUINAS

Terremoto de Lorca

2013 (Dos años después)

 

 

   Nunca como aquella tarde sentí la pavorosa fragilidad de la vida. Estaba solo, sentado a la mesa del comedor, repasando unos apuntes para mis clases. Mi mujer andaba por la parte superior de la casa y mi hijo se había marchado a dar una vuelta con los amigos.

   De improviso, la casa comenzó a temblar. El suelo y las paredes se agitaron  sacudidos por una fuerza incomprensible, y a mi alrededor el mundo empezó a  desmoronarse con un estrépito infernal.

   Apenas cesó el seísmo y recuperé el aplomo, corrí en busca de mi esposa, que bajaba angustiada por la escalera. Abrimos la puerta y nos precipitamos al exterior antes de que la casa se nos viniera encima. La calle se convirtió enseguida en un hervidero de gente que gritaba buscando a los suyos y lloraba sin saber a quién aclamarse.

   Alzamos los ojos y contemplamos una ciudad devastada por la tragedia. Paredes, balcones, tejados, cornisas se desprendían y caían sobre el pavimento, sobre los coches aparcados o sobre las personas que corrían sin rumbo.

   Los teléfonos dejaron de funcionar, la luz quedó cortada y de inmediato nos asaltó a todos el temor de que explotaran las cañerías del gas. Las noticias sobre muertos y heridos en otros puntos de la ciudad se propagaron como pólvora. Mi primer pensamiento fue para mi hijo y un escalofrío recorrió mi espalda. Imposible localizarlo. Pronto comenzó a circular el rumor de nuevos seísmos, acaso más poderosos, y el miedo que nos atenazaba se transformó en pánico. Junto a nosotros pasaban ambulancias,  coches de la policía, camiones de bomberos, vehículos de Protección Civil. Mi hijo, mi hijo, me repetía obsesivamente.

   Fueron, sin duda alguna, los minutos más terribles de mi vida. Recé, blasfemé e imploré con los ojos extraviados en un lodazal de lágrimas a punto de desbordarse, hasta que mi hijo apareció, media hora más tarde, en mitad de una marea humana que avanzaba por las calles, abandonando la ciudad.

   Nos abrazamos en silencio, porque no éramos capaces de pronunciar una sola palabra. Echamos a andar junto a miles de hombres y mujeres, como en un éxodo multitudinario, y rápidamente alcanzamos las huertas. Pasamos la noche al raso, al pie de una higuera, tumbados sobre la hierba, masticando nuestra desolación, hasta que el alba con su luz mortecina pareció redimirnos de aquel naufragio.

   Al penetrar en la casa, comprendimos la magnitud de la desgracia. Todo yacía por el suelo, despedazado, y teníamos la impresión de caminar por entre los escombros de un sueño en ruinas. Bajo un montón de cristales, muebles y porcelanas rotas encontré el reloj de la cocina que le regalé a mi mujer el primer aniversario de nuestra boda. Era octogonal, del tamaño de un plato. Sus varillas marcaban las siete menos doce minutos. Lo tomé entre mis manos y quise reavivarlo, pero me resultó imposible. Se le había parado el corazón.

   Y fue entonces, recuerdo, cuando las lágrimas que había reprimido durante tanto tiempo comenzaron a deslizarse por mis mejillas.

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