HOTEL ALMANZOR

Lecturas en el jardín

Ediciones Tres Fronteras

Murcia, 2010

Aquel miércoles la tarde se le había complicado a Rubén Gallego. Varios retrasos y algún percance de última hora le hicieron alargar la jornada hasta las diez y cuarto de la noche. Pensó en regresar a Albacete, pero recordó que debía realizar varias visitas al día siguiente por aquella misma zona y alguna otra también en la ciudad de Murcia, y desechó la idea. Lo mejor sería buscar un alojamiento económico para pasar la noche.

El hotel no era grande, ni lujoso, ni bonito. Se trataba de un edificio de cuatro alturas, desaliñado y gris, como el paisaje que se extendía a su alrededor, un páramo frío situado junto a la autovía, al lado de una estación de servicio Petronor y un taller de mecánica con aspecto de nave industrial en ruinas. Sobre el tejado se alzaba el cartel anunciador, un andamiaje de letras verdes que iluminaban la noche con una violencia de neón y otorgaban al edificio apariencia de night club.

Rubén había sido designado una semana antes por la empresa para cubrir las necesidades comerciales de la región de Murcia. Era uno de los empleados más prometedores de la firma farmacéutica COFASA. Su mujer, Marta, trabajaba de cajera en un supermercado. Ambos amaban la vida tranquila. Su dicha se cimentaba en el disfrute de pequeños placeres domésticos y en la esperanza de ver acrecentado el patrimonio familiar con la llegada de algún hijo.

Así las cosas, la nueva ruta laboral desconcertó al principio a Rubén, porque debía desplazarse hasta una distancia de muchos kilómetros casi todos los días. Albacete-Murcia, ciento cincuenta, por dos, trescientos. Había, además, ciudades como Lorca, Caravaca, Águilas o Cartagena, que suponían un incremento kilométrico insufrible. La lista de los clientes parecía interminable. Algunos fijos, otros esporádicos. Su sueldo base era ridículo, pero podía ganar mucho dinero con las comisiones. Por esa razón debía viajar sin desmayo de norte a sur y de este a oeste, consolidando la relación con los antiguos clientes y procurando otros nuevos.

La sencillez del hotel no sólo se manifestaba en el exterior. El interior ofrecía una austeridad de muebles y ornamentos casi monacal. Los tonos de las alfombras, los dibujos de los cuadros y el papel de las paredes eran lánguidos y anacrónicos, como de museo en quiebra, y por todas partes flotaba un olor de flores secas y polvo encerrado.

Rubén cenó sin prestar excesiva atención a la gastronomía. Ensalada, lubina y poleo menta de postre. Se distrajo examinando a otros comensales y siguiendo con los ojos el ir y venir de los camareros, mientras masticaba sin hambre, embebido en sus pensamientos. Tras la cena, subió a la habitación. La 222. Sonrió pensando en la floritura del número que le había correspondido en suerte. Una vez dentro, se desnudó y se metió en la ducha. Le gustaba refrescarse antes de irse a la cama. Era la mejor manera de relajarse después de un día aguantando las historias de unos y las monsergas de otros, todo para vender analgésicos, antipiréticos, anabolizantes, barbitúricos y antidepresivos.

Se tumbó sobre las sábanas, que olían a naftalina. Estaba tan cansado que no se molestó en encender la tele. Apagó la luz y cerró los ojos, dispuesto a esperar el sueño. Las imágenes del día se superponían unas a otras como fragmentos dispersos de una película mal montada hasta que, sin darse cuenta, se quedó profundamente dormido.

 

 

Lo despertaron unos extraños ruidos. Al principio pensó que se trataba de fantasías oníricas, tañidos de la imaginación. Se quedó con los ojos entrecerrados, escuchando, rodeado de sombras y bultos anónimos. Una luz tenue se filtraba por la ventana. Permaneció durante algunos minutos con los oídos atentos, por si volvía a repetirse el misterioso sonido, hasta que finalmente se dejó vencer otra vez por el sueño.

No sabría precisar cuánto tiempo había transcurrido cuando se despertó de nuevo. Ahora le había parecido un susurro, un eco apagado. Recorrió la habitación con las pupilas, hasta que se convenció de que allí no había nada ni nadie. Todo reposaba con una quietud espectral. Aguzó el oído, como si tratara de medir la intensidad del silencio y de pronto creyó percibir un rumor, un siseo lejano, casi inaudible, que no sabía de dónde procedía, ni lo que significaba en realidad.

Rubén Gallego se dijo que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. Cambió de postura, se tumbó sobre el lado izquierdo, de espaldas a la ventana, cerró los ojos casi con rabia y se dispuso a dormir, pero al poco rato volvió a escuchar aquel gorgoteo. Ahora lo había percibido con absoluta claridad. Era una voz como en sordina, como de alguien que está encerrado en un sótano o emparedado en un muro. A Rubén se le erizó el vello sólo de pensar en asuntos de ultratumba.

-¡Bah! Tonterías –se dijo mentalmente.

Pero el sueño se le había ido del todo. Encendió la luz de la mesilla y comprobó, estupefacto, que sólo eran las dos y cuarto de la madrugada. Apagó otra vez la bombilla y permaneció de cara al techo, mirando la lámpara. A su alrededor se espesaba el silencio de la noche otoñal. Se quedó quieto, intentando relajar los músculos y no pensar en nada, pero todo fue inútil. El insomnio lo había hecho prisionero.

De repente, volvió a escuchar los susurros. Prestó atención durante unos momentos, con la respiración contenida, hasta que llegó a percatarse de la realidad. Se trataba de una conversación entre varias personas en la habitación de la derecha. Se levantó, completamente despabilado, y se acercó de puntillas al tabique que separaba los cuartos. Pegó el oído a la pared y reconoció las voces de un hombre y una mujer.

La conversación que mantenían estaba salpicada de silencios e interrupciones. Los interlocutores musitaban palabras que no podía comprender porque le llegaban soterradas. A Rubén le zumbaban los oídos, como si una difusa vibración ofendiese sus tímpanos. Seguramente sería un matrimonio que había decidido pernoctar en el lugar y tras la refriega erótica conversaba tranquilamente de sus cosas. O tal vez, echando un poco de imaginación, se trataba de una pareja furtiva, que había recurrido al hotel para dar cumplimiento a sus furores extraconyugales.

Oyó con claridad la palabra Reinaldo. Le sonó a poeta o a torero. Tal vez un pintor. O un futbolista sudamericano. Luego escuchó mencionar el número siete, risas ahogadas, suspiros y, por fin, el silencio. Un silencio largo, como un túnel sin fondo. Volvió a la cama y se metió entre las sábanas. Cuando vino a dormirse estaba amaneciendo.

A las siete y media sonó el despertador y Rubén Gallego abrió los ojos, sobresaltado. Por la ventana se colaba la luz fría del amanecer y depositaba sobre la estancia un resplandor de óxido. Se revolvió perezosamente, mientras recuperaba la conciencia extraviada durante el sueño. Se incorporó a duras penas, como reptando bajo el cobertor, y miró el reloj de pulsera con los ojos hinchados por el sueño.

-¡Mierda! –exclamó en voz alta.

Y sin tiempo para reflexiones filosóficas más profundas saltó de la cama. Se afeitó con tanta impericia que se hizo un par de cortes a la altura del mentón. Se taponó las heridas con papel higiénico, hasta que al fin, cuando empezaba a desesperarse, consiguió cortar la hemorragia. Se echó una buena dosis de desodorante y colonia, luego se vistió y recogió rápidamente sus cosas.

Bajó con el maletín de mano y la bolsa de viaje a la recepción, donde le atendió la misma mujer que lo había recibido la noche anterior: una joven treintañera, con gafas de miopía y sonrisa bobalicona. Rubén entregó las llaves, pagó con la tarjeta de crédito y salió a la calle. Estaba empezando a llover. Se maldijo en voz baja por no haber previsto aquel contratiempo. Siempre se le olvidaba el paraguas en casa.

Había pensado desayunar en cualquier sitio, pero dadas las adversidades meteorológicas cambió de opinión sobre la marcha. Volvió a entrar en el local y se encaminó hacia el restaurante. Se sentó en la misma silla y desayunó en la misma mesa en la que había cenado la noche anterior. Café con leche y tostada. Al acabar, encendió un cigarrillo mientras consultaba la agenda del día: Óscar López, Antonio Sanz, Sergio Palmero, Reinaldo Morales.

¡Reinaldo! Se quedó boquiabierto. ¿Qué diablos significaba aquello? ¿Era una simple casualidad? Sacó del maletín las fichas de los clientes, donde se especificaban el nombre completo, la dirección de la farmacia, los productos que había que suministrar, los datos fiscales, códigos y referencias. Buscó con dedos ágiles, mientras se reproducía en su mente la extraña conversación de sus vecinos nocturnos. Una conversación de la que no había conseguido atrapar más que dos palabras: Reinaldo y siete. Allí estaba, sí, la cartulina plastificada: Farmacia de don Reinaldo Morales Jiménez, calle Princesa. Teléfono, correo electrónico, fax, suministros, etcétera.

Apagó el cigarrillo, que se le había consumido entre los dedos sin darse cuenta. Faltaban unos minutos para las ocho y cuarto, y la lluvia había amainado, por lo que se animó a salir corriendo hasta el coche.

Arrancó el motor y se incorporó a la carretera. Visitó dos clientes en Cieza y otro en Molina de Segura. Hacia la una entró en la capital, Murcia, que estaba llena de calles cortadas y atestada de tráfico. La imprevista tormenta había multiplicado el número de vehículos que obstruían la circulación en cualquiera de las direcciones posibles. Los peatones cruzaban calles y plazas sin respetar semáforos ni señales, huyendo de la lluvia.

Era casi la una y media cuando consiguió aparcar su Citroën en la calle de los Auroros. Bajó del vehículo con el maletín. Al doblar la primera esquina, divisó la cruz verde. Mientras se acercaba, se percató de que un gran gentío se agolpaba a la puerta del establecimiento. Distinguió, alarmado, varios uniformes de la policía.

-¡Han matado a Reinaldo, el dueño de la farmacia! –oyó decir a un desconocido.

 

 

Se quedó tan desconcertado que tardó varios minutos en reaccionar. Avanzó como pudo entre la muchedumbre, sin dejar de oír retazos de conversaciones apresuradas. “Han sido unos atracadores”. “Dicen que lo han encontrado muerto las empleadas, al abrir esta mañana”. “Pobre hombre, con lo buena persona que era”. “Su mujer está destrozada”. Rubén Gallego asistía a aquel cruce de comentarios completamente aturdido.

-Perdone –dijo a uno de los policías-. Creo que tengo información que podría interesarles.

Los agentes lo observaron con curiosidad y pestañearon, como si no hubieran oído bien. El más alto se ajustó el uniforme.

-Sígame –ordenó secamente.

El hombre precedió a Rubén al interior del local. Algunos agentes de la policía judicial intercambiaban impresiones. El cadáver acababa de ser trasladado al Hospital Anatómico Forense. Una mujer lloraba en un rincón. Por los indicios, debía de ser la esposa del muerto. Había varias personas a su alrededor, tratando de consolarla. Rubén Gallego la observó con tristeza. Era pelirroja y tenía un pequeño lunar sobre la mejilla derecha. Dos jóvenes dependientas se mordían las uñas y gimoteaban de vez en cuando mientras aguardaban sentadas en sendas sillas. El policía se cuadró ante su superior.

-Inspector, este hombre dice que tiene información.

El aludido, un hombre fornido de unos cincuenta años, que chupeteaba un caramelo, observó fríamente a Rubén. Tenía rostro de perro pachón.

-Soy el inspector Serrano. José Serrano. Usted dirá.

-Me llamo Rubén Gallego Castellano. Represento a la empresa COFASA. Tal vez haya oído hablar de ella. El caso es que tenía hoy mismo una cita con el señor Reinaldo Morales. Una cita de trabajo, se entiende.

El inspector Serrano se quedó mirándolo con ojos inexpresivos.

-¿Y eso es todo lo que tenía que decirme?

-No, no. Claro –Rubén sonrió estúpidamente-. Anoche pernocté en el Hotel Almanzor, un hotel que está junto a la A-30, a la altura de Cieza. A eso de las dos de la madrugada me despertaron unas voces que provenían de la habitación contigua. Pertenecían a un hombre y una mujer que hablaban en susurros. A través del tabique acerté a escuchar el nombre de Reinaldo. No pude oír nada más. Bueno, sí, también oí mencionar el número siete. Eso lo oí con claridad. No sé si Reinaldo será un nombre muy corriente por aquí. Cuando he llegado a la farmacia y me he tropezado con todo este asunto me he quedado de piedra.

El rostro perruno del inspector se había tensado al escuchar aquellas palabras.

-¿Está seguro de lo que me dice?

-Completamente.

Serrano dio algunas órdenes a sus subordinados, cruzó una mirada neutra e impersonal con la reciente viuda y luego regresó junto a él.

-Acompáñeme, por favor.

El inspector guiñó un ojo y enseguida se les sumó un agente joven e imberbe, con trazas de recluta asustado. Los tres se encaminaron hasta un vehículo policial aparcado frente a la puerta.

-A la Jefatura, Arturito –ordenó el inspector-. Y sin sirena.

El agente obedeció. Serrano se dedicó a mirar por la ventanilla, enroscado en un mutismo que tenía espesor de argamasa. A su lado, Rubén se sentía completamente cohibido. Estuvo a punto de hablar del mal tiempo, de la última jornada futbolística o de las complicaciones del tráfico, para espantar aquel incómodo silencio, pero optó por mantenerse callado y contemplar el paisaje callejero. Por fortuna, el trayecto hasta la plaza de Ceballos fue muy breve.

 

 

A pesar de la hora y la intemperancia climatológica, la Jefatura Superior de Policía hervía de agitación. El inspector Serrano, seguido del agente Arturito y de Rubén, cruzó pasillos, atravesó salas y subió escaleras. Finalmente, se detuvo ante una puerta y, antes de abrirla, se volvió hacia sus, más que acompañantes, perseguidores. Invitó a Rubén a entrar a su despacho y se encaró con su subordinado.

-Que no nos molesten, Arturito. Bajo ningún concepto.

El aludido asintió en silencio, dando una cabezada.

El despacho de José Serrano era grande como una pista de baile. Una inmensa alfombra se extendía en el centro. Los muebles estaban labrados con maderas de colores oscuros. Tras el sillón de cuero del inspector, en mitad de la pared, colgaba un retrato de los Reyes de España, enmarcado en pan de oro. Serrano y Rubén se sentaron en un rincón donde había una mesita de cristal y dos sillones de cuero negro.

-Aquí estaremos más cómodos –dijo el inspector; luego, extrajo dos caramelos de menta del bolsillo del pantalón-. ¿Usted quiere?

-No, gracias.

Serrano peló un Pictolín y se lo metió en la boca. Hizo un cilindro con el envoltorio, a modo de canutillo, y lo dejó sobre el cenicero de cristal.

-¿Conocía usted al señor Morales?

Rubén puso cara de tonto.

-¿Perdón?

-Que si conocía usted al dueño de la farmacia, a don Reinaldo Morales.

-Ah, perdone. No, no lo conocía.

-Como dijo que tenía una cita con él…

-Sí. Bueno, es que soy nuevo en esta ruta. Trabajo, como le dije, para una firma de productos farmacológicos y de alta cosmética. Me acaban de asignar Murcia. El nombre de Reinaldo Morales figuraba en la relación de clientes que debía visitar esta mañana. ¡Pobre hombre!

El inspector lamía y relamía el caramelo, pasándolo de un lado a otro de la boca, mientras escuchaba la atropellada sintaxis del joven comercial.

-Entiendo –dijo Serrano-. ¿Y qué decía que oyó anoche en el hotel?

El rostro de Rubén Gallego pareció iluminarse de pronto.

-Sí. Verá. Anoche, como le comenté, me alojé en el Hotel Almanzor. Exactamente en la habitación 222. Pues bien. A eso de las dos de la madrugada, más o menos, oí voces que me despertaron. Procedían del cuarto contiguo.

-¿Y qué fue lo que oyó exactamente?

-Pues, la verdad, es que sólo acerté a oír el nombre de Reinaldo. Ah, y el número siete. Varias veces.

-¿Nada más?

Rubén negó con la cabeza.

-¿Y cuántas personas cree usted que había allí?

-Dos –respondió rápidamente Rubén-. Bueno, yo, al menos, sólo oí dos voces. Ignoro si había alguien más.

-Dijo que se trataba de un hombre y una mujer.

-Sí, sí. Eso seguro.

El inspector Serrano se levantó despacio. Anudó las manos a la espalda y comenzó a caminar sin prisa por el despacho, con los ojos clavados en las baldosas del suelo. Parecía un perro rastreando huellas invisibles.

-¿Entonces usted no vio a esas dos personas?

-No, claro.

-¿Sería capaz de reconocer sus voces?

-No creo –Rubén sopesó la posibilidad contraria-. No. En absoluto. Era como oír ruidos, susurros, palabras rotas… Imposible.

El inspector hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa. Trituró el caramelo con los dientes, como un caimán podría triturar una oveja, y se lo tragó.

-Está bien, querido amigo… ¿Cómo dijo que se llamaba?

-Rubén Gallego Castellano.

-Pues eso –el inspector subrayó sus palabras-. Usted ha hecho lo correcto. Confiar en los cuerpos de seguridad del Estado. ¿Es de por aquí, señor Gallego?

-No. Vivo en Albacete.

Serrano invitó a Rubén a levantarse, le palmeó la espalda un par de veces y lo acompañó hasta la puerta, con gesto ceremonioso.

-Pues entonces, señor Gallego, vuelva a su casa y olvídese de este desagradable asunto. Déjelo todo en nuestras manos. Yo me ocuparé personalmente de las investigaciones. Ojalá hubiera más ciudadanos como usted.

 

 

Cuando Rubén Gallego salió a la calle eran casi las tres y estaba diluviando.

Se asomó a la calzada, miró en todas direcciones y descubrió un cartel de Coca-cola en la acera de la derecha, a unos treinta pasos. Sin pensárselo más, echó a correr junto a la pared, para protegerse de la lluvia, y en un instante llegó al bar.

La inclemencia de la lluvia debía de haber impelido a muchos viandantes a buscar refugio allí, porque el local se encontraba a rebosar –de gente y de humo- y los dos camareros que atendían a la clientela no daban abasto.

Rubén Gallego se sentó en una mesa, al fondo, junto a la mampara que pretendía preservar la intimidad de los aseos. Sacó el móvil y marcó el número de su mujer. El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Llamó a casa. Tras el sexto tono saltó el contestador. Deje su mensaje al oír la señal. Rubén Gallego dijo que no sabía cuándo volvería, porque se hallaba a más de dos horas de casa y no estaba dispuesto a meterse en la carretera bajo aquel diluvio. Luego se acercó a la barra, pidió un bocadillo de calamares, un plato de aceitunas y una cerveza. Llevó él mismo sus cosas hasta la mesa, se sentó y se puso a comer en silencio, viendo caer la lluvia tras los cristales ahumados de mugre.

De repente, volvió a pensar en lo sucedido. Rememoró su llegada al hotel, la noche anterior, la cena solitaria –ensalada, lubina, poleo-, la ducha y el momento de meterse en la cama. A su mente regresaron los acontecimientos con enorme precisión. Las voces apagadas, la luz metálica y verdosa del neón entrando en el cuarto, el nombre de Reinaldo, los silencios, los cuchicheos, el insomnio que lo acompañó casi hasta el amanecer.

Reinaldo Morales, el dueño de la farmacia, había sido asesinado, y ahí estaba él, como un pasmarote, en una ciudad casi desconocida, ante un muerto extraño, como un testigo inútil cuya declaración no serviría de nada. ¡Parecía una pesadilla!

De pronto, le asaltaron las dudas. ¿Y si se tratara de dos Reinaldos distintos? A fin de cuentas, nada demostraba que la extraña conversación y el asesinato del farmacéutico tuvieran relación entre sí. La duda comenzó a roerle las entrañas. Por otro lado, nada indicaba que los interlocutores fueran los asesinos. Todo podía deberse a la casualidad. O a la fatalidad. Y, además, ¿cómo localizar, en caso de que efectivamente se tratara de los mismos individuos, a aquellos dos personajes a los que ni siquiera había visto?

En la mesa vecina, tres hombres conversaban sobre el horrible crimen perpetrado. Rubén no tuvo más que prestar un poco de atención para captar sus palabras.

-Dicen que cuando la dependienta abrió la farmacia –comentaba uno- se encontró con el cadáver de Reinaldo tirado en el suelo.

-Sí, sí –replicaba otro-. Yo oí decir a un policía que se lo han cepillado hacia las siete más o menos, porque cuando lo descubrieron aún estaba caliente.

¡Las siete! A Rubén se le aceleraron las palpitaciones. Dio un par de caladas al cigarrillo. La lluvia arreciaba de tal forma que parecía querer anegar la ciudad entera. Apuró el café de un trago y se quedó como un imbécil, mirando la nada.

 

 

La lluvia comenzó a remitir al poco rato y Rubén Gallego se dijo que tenía que echarle valor al asunto y abandonar la cafetería antes de que descargara otra vez su furia. Salió a la calle y enfiló hacia el puente Pasarela, para cruzar el río. Pronto alcanzó la calle donde había aparcado. Deseaba abandonar aquella ciudad y olvidarse de sus comisarías, sus bares, sus farmacias y sus muertos. Con algo de suerte, aunque lloviera o granizara, llegaría a casa a media tarde.

Giró la llave de contacto y pisó el acelerador, pero el coche no reaccionó. Repitió la operación varias veces más, mientras lanzaba maldiciones y blasfemaba en diferentes idiomas. Aquella contrariedad superaba con creces sus expectativas. ¿Cómo era posible que las cosas se complicaran tanto en tan poco tiempo?

Se quedó pensando en lo que debía hacer a continuación, justo cuando la lluvia volvía a intensificarse. Estaba sentado al volante, como un tonto, sin hacer otra cosa que contemplar aquel diluvio. Pensó en Marta Díaz, su mujer, que a estas horas ya habría escuchado su mensaje, y se extrañó de que ella no hubiera intentado comunicarse con él. Sacó su móvil, marcó el número y esperó tres tonos.

-¿Rubén? –oyó al otro lado del teléfono.

-Sí, cariño. Soy yo.

-¿Dónde estás?

-Te he dejado un mensaje en el contestador de casa.

-Ya. Pero es que he ido a ver a mi madre, que está con fiebre en la cama, y me he quedado con ella. ¿Por qué no me has llamado al móvil?

-Te llamé al móvil, pero estabas fuera de cobertura.

-¿Qué pasa? ¿Cuándo vienes?

-De eso se trata, cariño. Aquí está lloviendo a mares, el coche no me arranca y, encima, esta mañana han asesinado a uno de mis clientes.

-¿Qué dices? ¡No te oigo!

-¡Marta! ¿Me oyes?

Rubén Gallego miró su móvil y comprobó, desolado, que se había apagado por falta de batería. Era el colmo.

-¡Mierda!

Perdió la noción del tiempo que llevaba dentro del Citroën, mientras daba vueltas y más vueltas a lo insólito de su situación. Era absurdo que pretendiera, bajo aquella lluvia tremenda, hacer ninguna gestión. Si Dios no lo remediaba –y parecía que no tenía intención- estaba claro que tendría que volver a pernoctar otra vez fuera de casa.

Comenzó a menguar la lluvia. Rubén pensó que debía salir a buscar un taxi y localizar un taller. Volvió a darle a la llave de contacto, antes de darse por vencido definitivamente, y ante su sorpresa el motor del Citroën arrancó. Lanzó un suspiro en el que se mezclaban el alivio y la perplejidad.

-Nunca entenderé a los coches –se dijo, mientras se incorporaba al tráfico.

Tardó casi una hora en salir a la autovía. La tormenta había convertido la ciudad en un laberinto infernal. Enfiló por la A-30 cuando la tarde comenzaba a languidecer. Miró el salpicadero y descubrió, no sin irritación, que sólo le quedaba gasolina para una hora, como mucho.

 

 

La noche se había precipitado algo antes de lo previsto, igual que un fardo de aguas oscuras. A lo lejos se sucedían las descargas de los truenos, terribles como detonaciones nucleares, y el cielo, apelmazado de nubes negras, se resquebrajaba con el estertor luminoso de los relámpagos. La intensidad de la lluvia hacía inútiles los esfuerzos del limpiaparabrisas.

Rubén Gallego echaba un vistazo cada dos o tres minutos al salpicadero, amedrentado por la amenaza de la luz roja que había comenzado a encenderse y apagarse, delatando la falta de carburante.

Llevaba conduciendo una hora desde que abandonó la ciudad cuando sus ojos descubrieron un resplandor verde, algo lejano todavía, a la izquierda de la carretera, y al instante reconoció el lugar: el hotel Almanzor, la gasolinera Petronor y el taller mecánico con aspecto de nave industrial en ruinas.

Respiró aliviado. “Menos mal que Dios aprieta, pero no ahoga”, se dijo. Puso el intermitente y tomó el desvío hacia el área de servicio. Poco después detuvo el Citroën junto a uno de los depósitos de combustible y paró el motor. Un empleado salió al verlo.

-¿Qué va a ser?

-Diesel. Lleno. Por favor, ¿el servicio?

-Dentro de la tienda, a la derecha.

Pagó en la caja y regresó al coche. Seguía lloviendo, pero su espíritu había recobrado el sosiego. Ya nada le detendría hasta llegar junto a Marta. Montó en el automóvil, hizo girar la llave en el contacto y contempló con estupor que el coche no reaccionaba. Intentó arrancar varias veces más, pero todo resultó inútil. El vehículo parecía completamente muerto.

Rubén Gallego volvió a blasfemar en varios idiomas, pero su irritación verbal no le ayudó a solucionar el problema. Entonces, se acordó del taller. Alzó los ojos y vio la nave, junto al surtidor. Talleres Pascual. Bajó del vehículo al mismo tiempo que se le acercaba el encargado que le había llenado el depósito.

-¿Qué le pasa?

-Que no arranca.

-¿Quiere que avise a los del taller?

-Se lo agradecería.

El hombre se fue hasta la nave y regresó al momento con un tipo que llevaba un mono rebozado en grasa. El mecánico levantó el capó y le pidió a Rubén que tratara de arrancar, mientras él husmeaba en el motor.

-No creo que sea nada grave –pronosticó-. El problema es que son ya las seis y pico, y nos ha pillado usted, como quien dice, marchándonos. Tendrá que dejar el coche en el taller y mañana, a primera hora, veremos qué se puede hacer.

Cinco minutos más tarde, el Citroën descansaba en aquel hospital de automóviles. Rubén estaba consternado. No podía dar crédito a las jugarretas con las que el destino lo estaba torturando. Suspiró con resignación, tomó su maletín y su bolsa de viaje y se encaminó hacia el Hotel Almanzor a paso rápido, para mojarse lo menos posible.

 

 

Le recibió la muchacha treintañera, atrincherada tras sus gafas de miopía y su sonrisa bobalicona, que lo reconoció al instante.

-¿Usted otra vez por aquí, señor Gallego?

Rubén sonrió sorprendido por aquel recibimiento tan familiar.

-¿Se acuerda de mí?

-Por supuesto –afirmó ella acentuando la sonrisa.

-Tiene usted buena memoria.

-Forma parte de mi trabajo.

Rubén necesitaba subir a una habitación y darse una ducha cuanto antes.

-¿Podrían secarme y plancharme el traje? ¡Mire cómo me he puesto!

-Claro. Tenga, su llave. Dentro de cinco minutos subiré yo misma y me encargaré personalmente de que tenga su traje a punto para la cena. ¿A las nueve le parece bien?

-Sería estupendo –dijo Rubén cogiendo la llave-. Ah, por cierto, ¿puedo llamar por teléfono? Me he quedado sin batería en el móvil…

-La habitación dispone de teléfono, señor Gallego. Y tiene línea con el exterior.

Rubén se golpeó la frente con la palma de la mano y sonrió.

-¡Claro! ¡No me acordaba!

En ese momento, observó la llave y no pudo evitar una mueca de asombro.

-La 222.

-Es su habitación, ¿no?

Aquellas palabras lo sumieron en el desconcierto. Quiso decir algo, pero no supo qué. Finalmente, se encogió de hombros y sonrió.

Llamó a Marta desde la habitación y le contó todos los percances de aquella extraña jornada. Necesitaba desahogarse. Cuando colgó el teléfono, se sentía mucho  mejor. Todo parecía recobrar su calma habitual. Se dio un baño caliente y relajante, para aliviar la tensión. Estaba tan cansado que casi se durmió en la bañera. Luego, se puso el pijama y se pudo a ver la tele, mientras esperaba que le trajeran la ropa.

A las nueve y cuarto, bajó a cenar. El comedor se hallaba casi vacío y pudo elegir a su gusto, pero Rubén era un hombre de costumbres rutinarias, así que ocupó la mesa y la silla de la noche anterior y de aquella misma mañana. Ni siquiera se molestó en mirar la carta. Cuando uno de los camareros se acercó a preguntarle, dijo que quería ensalada, lubina y poleo.

Comenzó a comer sin dejar de darle vueltas al asunto del farmacéutico asesinado. De repente, sus ojos se quedaron fijos en las imágenes mudas de la tele. Rubén no oía los comentarios, pero supo que estaban refiriéndose al extraño crimen de Reinaldo Morales. Vio la farmacia en el momento en el que el cadáver era sacado en camilla, oculto bajo una sábana, y subido a la ambulancia. Apenas treinta segundos de información. Enseguida, el locutor había pasado a hablar de otras cuestiones.

Rubén se quedó pensando en lo absurdo del devenir humano. No había conocido a Reinaldo Morales. No había hablado con él, no sabía nada de él y, sin embargo, todo lo sucedido en las últimas horas le había afectado tanto como si se tratara de un buen amigo. Meditó sobre la fragilidad de la vida. Todo es un aleatorio y caprichoso juego: la ruleta rusa del azar va guiando nuestros pasos. Se puso triste, como hacía cada vez que le daba por filosofar. A través de la ventana del salón, contemplaba la lluvia, que seguía cayendo, pertinaz, incansable, como una maldición bíblica, sobre la oscuridad del otoño. Encendió un cigarrillo y fumó abstraído mientras regresaba con la mente al caso del farmacéutico. ¡Pobre hombre! Seguramente lo habían asesinado, con premeditación y alevosía, a las siete de la  mañana, un hombre y una mujer que habían planeado el crimen, justamente en la habitación 221 de ese mismo hotel la noche anterior. Y ahí estaba él, único testigo de aquella insólita conspiración en la madrugada, sin poder aportar nada más que un nombre y un número.

-¿Va todo bien, señor Gallego?

Era la muchacha miope.

-Hola. Es usted. Sí, claro. Todo bien.

-Ha cenado lo mismo que ayer.

A Rubén le pareció que aquella mujer tenía cualidades detectivescas. Recordaba todo lo que sucedía a su alrededor con una precisión de reloj suizo.

-Voy a retirarme ya –añadió ella con una sonrisa que, por primera vez, a Rubén no le resultó bobalicona, sino amable-. Me preguntaba si deseaba usted que mañana le despertemos a alguna hora determinada.

Rubén apagó el cigarrillo en el cenicero.

-No, no. No es necesario, gracias. Suelo despertarme temprano. Mañana, además, no tengo prisa. He dejado el coche en el taller este de aquí al lado.

-En ese caso, buenas noches.

La muchacha le dio la espalda e inició la retirada. Fue entonces cuando, de manera espontánea, a Rubén se le ocurrió una idea que, a lo mejor, no era tan descabellada.

-¡Un momento!

Ella se volvió sorprendida y se quedó mirándolo con expresión de curiosidad.

-¿Ha venido hoy por aquí la policía?

-No –respondió ella sin vacilación- ¿Por qué tendría que hacerlo?

Rubén apuró el café y se limpió la comisura de los labios con una servilleta. La miró con expresión un tanto contrariada.

-¿No se ha enterado del crimen de esta mañana?

-¿El de la farmacia de Murcia? Todo el mundo habla de lo mismo.

-¿Y dice usted que no ha aparecido ningún policía por el hotel hoy?

Los ojillos azules de la joven parpadearon tras los cristales de aumento. Se alzó de hombros y torció la boca en una graciosa mueca.

-No. Ya se lo he dicho. ¿Qué tiene que ver el hotel con ese asunto?

Rubén encendió otro cigarrillo, mientras trataba de ordenar sus pensamientos.

-¿Quiere sentarse conmigo, por favor?

La muchacha reaccionó con una risa nerviosa.

-Será sólo un momento –insistió Rubén.

Ella echó un vistazo al salón, que se hallaba ya casi vacío. Sólo un par de mesas ocupadas por clientes que tomaban el postre y conversaban en voz baja. Los dos camareros remoloneaban de un lado para otro, haciendo tiempo.

La muchacha se sentó.

-Usted dirá.

-Es evidente que usted tiene buena memoria. Yo sólo había pisado este hotel una vez. Anoche. Y, sin embargo, usted recordaba mi nombre, el número de la habitación donde me alojé ayer, lo que cené… ¿Sabe también la marca de mi coche?

La mujer acentuó su sonrisa. Una sonrisa que a Rubén le pareció en aquellos momentos inteligente.

-A mí sólo me preocupa lo que sucede en el interior del hotel.

-Entonces –vaciló él ligeramente- recordará a la pareja que se hospedó anoche en la habitación 221.

Ella parpadeó.

-Pues sí. Claro.

A Rubén se le aceleraron las palpitaciones. Un vago temblor empezó a subirle por el pecho.

-Ya sé que usted está obligada a garantizar el anonimato de los inquilinos que se alojan en el hotel –volvió a titubear-. Sin embargo, me gustaría pedirle un favor. Un favor que tal vez resulte muy importante.

-Me está asustando con tanto misterio.

Rubén sonrió como un niño que jamás ha roto un juguete.

-Verá, el caso es que me gustaría quién era la pareja que anoche ocupó la habitación 221.

En el rostro femenino se dibujó la desconfianza.

-No me malinterprete, por favor –se excusó Rubén con cierta torpeza, agitando las manos como un prestidigitador atolondrado-. Se trata de algo que, como le digo, puede resultar importante.

-¿Podría saber, al menos, a qué se debe su interés, señor Gallego?

-Tengo fundadas sospechas de que esas dos personas están relacionadas con el extraño crimen de la farmacia de la calle Princesa. Sinceramente, creo que estamos hablando de los asesinos del señor Reinaldo Morales.

La muchacha abrió los ojos espantada.

-No se alarme, por favor –pidió Rubén con un gesto que pretendía ser balsámico-. Lo digo en serio. Pero, por el momento, sólo son conjeturas.

-Se alojaron como matrimonio –concedió ella tras unos momentos de duda-. Tal vez fuera verdad, tal vez no.

-¿Le dijeron algo que le llamara la atención?

-Pues no. La verdad es que apenas hablé con ellos. Eran muy callados.

-¿A qué hora se fueron esta mañana?

-Cuando vine, a las seis, se acababan de marchar.

Rubén dio una calada y apagó el cigarrillo. Ambos se levantaron.

-¿No los había visto usted nunca por aquí?

La chica negó con la cabeza.

-No –dijo.

-¿Cómo eran?

-Pues verá. Ella era pelirroja. Y tenía un lunar negro en la mejilla derecha. Él era de estatura mediana, aunque corpulento. Espero que me disculpe por lo que voy a decirle, pero a mí me pareció que tenía cara de perro de presa. Rondaría los cincuenta años y comía caramelos de menta. Sí. De la marca Pictolín. Me acuerdo porque dejó el papel en el cenicero de la recepción, enrollado como un canutillo.