LLUVIA

 

J. R. Barat

 

   Esta mañana me ha despertado el sonido de la lluvia golpeando los cristales de la ventana de la habitación que comparto con mi mujer desde hace ya más de veinticinco años. Desde la cama, arrebujado entre las sábanas, he tratado de adivinar la hora por la claridad que se filtraba a través de la persiana. Era todavía de noche. Me quedé unos instantes escudriñando la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana, escuchando la cantinela monocorde de las gotas de agua que sonaban como notas musicales de una melodía secreta y misteriosa.

   Sentí el paso del tiempo, como una sustancia inmemorial, deshaciéndose lentamente en el aire, cayendo sobre el mundo desde un confín de nubes inalcanzables, allá en lo alto, donde los dioses dirimen el destino de los hombres. Noté el deslizarse silencioso de los minutos, el respirar de la madrugada que avanzaba, como arrastrándose sobre la negrura de la noche, sobre la claridad lechosa que desprendían las farolas de la calle y cuyo resplandor apagado apenas llegaba hasta las persianas de mi ventana.

   Cerré los ojos y me quedé unos instantes rememorando otra noche lejana de mi infancia. Yo debía de tener ocho o nueve años y vivía en una aldea perdida en un laberinto de huertas y campos de naranjos. La casa, pobre y campesina, tenía un corral donde se amontonaban sacos de algarrobas, pacas de paja, aperos de la labranza y al fondo, amarradas al pesebre, una docena de vacas que mugían sin parar en las noches de lluvia. Mi hermana Rosario y yo dormíamos en un cuarto muy pequeño, pintado de verde, y hasta nosotros llegaban el bramido de los truenos y el golpeo de la lluvia mezclados con el mugir de las vacas y el olor del estiércol y la paja húmeda.

   Mi hermana, que tenía dos años menos que yo, se acurrucaba a mí, como la princesa de un cuento de hadas abandonada en un bosque, y yo sentía su respiración agitada y el latir asustado de su corazón. La abrazaba más para protegerme a mí mismo que para protegerla a ella, porque aquel estruendo que yo escuchaba, sepultado bajo las sábanas y la manta de lana marrón a cuadros que tenía pequeñas borlas deshilachadas en las puntas, me parecía a mí el fin del mundo que el señor cura anunciaba desde el púlpito en los sermones de la misa mayor.

   He abierto los ojos y he regresado a este amanecer. Ya no me encontraba en aquel cuarto pequeño y verde de mi infancia, con mi hermana Rosario, ni el aire olía a vacas y a casa pobre. A mi lado dormía mi mujer, ajena a la lluvia, a mis pensamientos, a mi nostalgia. Han pasado muchos años desde entonces, me digo en silencio, con la mirada extraviada en una maraña de recuerdos.

   Me he acurrucado junto ella y la he abrazado con cuidado de no despertarla. He sentido su calor, la placidez de su respiración pausada. Y he sentido en ese pulso lento sosegado de su dormir tranquilo, el mismo pulso que hace palpitar el tiempo. Y he vuelto a cerrar los ojos, escuchando la cantinela monocorde de las gotas de agua que sonaban como notas musicales de una melodía secreta y misteriosa.


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