LA TRAYECTORIA POÉTICA DE DIONISIA GARCÍA
J. R. Barat
Certera como un dardo en la luz. La palabra de Dionisia García es certera y precisa. Atraviesa el aire, surca espacios poéticos, lugares que jamás fueron de paso porque la memoria, verbigracia Mnemosine, ha ido sedimentando con el tiempo esos posos azules del recuerdo que justifican-explican la existencia.
Dionisia pertenece a esa estirpe de poetas forjados en la fragua greco-latina. Desde ahí, la revelación mítica, la sobriedad expresiva y la lucidez necesaria para caminar entre sombras al borde del abismo, entre generaciones y modas, etérea la palabra, esenciado el verso, cabal el ritmo. Tradición y vanguardia en geórgico idilio para una voz que callada y sutilmente avanza, desde la calma hacia el sosiego.
“¡Ay Póstumo, mi Póstumo: los años se deslizan veloces!” nos decía Quinto Horacio Flacco en una de sus Odas. Fugacidad y tránsito, velocidad de la nada, presencia inasible de lo que fluye y se nos escapa irremediablemente. Dionisia García parte del “Eheu fugaces” horaciano para construir el edificio material de su primer libro, El vaho en los espejos, en donde la plasmación de esa sorda inquietud ante el paso del tiempo se vuelve dolorida, pero esperanzada. “Hoy he querido dilatar la noche”, ay, la noche, en cuyo seno las sombras se espesan y nos recuerdan tácitamente cuál es el color de los sueños y el perfil de la angustia hamletiana.
Antífona, su segundo libro, nos trae el sabor de los salmos eucarísticos. Gnosis lírica. La sensación de sencillez impregna las páginas de este armonioso libro, como una suave brisa que mece íntimas emociones, sentimientos cotidianos, fragilidad humana. Sus poemas son un homenaje a la luz, a los mitos culturales más diversos, ninfas garcilasianas, cíclopes gongorinos, “palomas perdidas en la muerte”, Shakespeare sin bicicleta en Stratford (por supuesto, “in love”). Al fondo, como una constante vital, el corazón del tiempo que late sin prisa, persistente, oscuramente, envolviendo los seres, la tarde, el amor de los hombres, la vida.
Con su tercer libro, Mnemosine, Dionisia consigue consolidar su firma entre las de los principales poetas nacionales del momento. El poemario forma parte de la colección Adonáis y supone, tal vez, su cima literaria. La cuestión metafísica cobra preponderancia, el deseo de profundizar en la consciencia existencial heideggeriana. La búsqueda de la verdad, más allá de las relaciones esporádicas con la realidad circundante. La transrealidad, la necesidad de trascendencia, la perplejidad que surge de compaginar la concreción y la abstracción. Piélago de la nostalgia para una mujer que desea reconstruir la luz, y que sabe que detrás del cristal de la memoria aparecen “los rostros empañados por el tiempo”. El amor y la soledad, el sentimiento de pérdida y la consciencia de la fugacidad de la vida, forman el entramado psíquico-lírico sobre el que descansa la reflexión de la escritora en este libro imprescindible.
Voz perpetua es un poemario brevísimo dedicado al padre. Tras él, aparece un nuevo volumen, Interludio (De las palabras y los días), que supone una incursión onírico-fragmentaria en el “yo” poético. Las vivencias personales jalonan ahora, desde la perspectiva atónita del sujeto lírico que contempla el sucederse del tiempo inapresable, el edificio natural de los objetos y las cosas circundantes, la elementalidad primaria que florece en cualquier presencia física y admite espiritualidad, afectiva inmersión subjetiva, neoplatonismo sensible. “Invoquemos de nuevo la alegría, / el sencillo vivir entre las cosas”. Festividad cotidiana, simplicidad vital. Interludio (lúdico) entre silencios graves: luz entre sombras. La música de Mozart, el vino en nuestros labios, la poesía o la vida, y “siempre fugaz el paso de la fortuna”.
Caminamos por el mundo con Diario abierto. Dionisia nos abre de par en par las páginas de su alma, esa extensión apacible por la que vuelan pájaros celestes y en la que se agitan los árboles amarillos de los recuerdos. De nuevo la presencia del tiempo, la materialidad objetual, la memoria como cauce epistemológico nos acompañan en la singladura poética. “Me siento a esperar el poema” nos dice “de espaldas a la luz”. Iluminación interior, algarabía del espíritu en un mundo desordenado y sufriente en el que sólo importa vivir “porque vivir es siempre una alegría, un don del cielo”. Confesiones agustinianas de un alma que se sabe abocada a la derrota en esa lucha brutal contra el destino, porque conoce que entre las ramas azules de la existencia cotidiana asoma su majestad el tiempo. Implacable, el tiempo.
Tengo entre mis manos el último trabajo poético de Dionisa García. Es una estación obligada de peaje para el viajero nocturno y romántico. No llueve, pero al otro lado de la ventana, la noche se extiende mansamente como un cristal lleno de agujeros amarillos. Y la luna, al fondo, a lo lejos, como un trozo de tiza fosforescente. Lugares de paso representa la exquisita madurez, la desnudez simbólica de un espíritu entregado de lleno a reconstruir el paisaje desolado de una vida. Desde la lejanía borrosa del recuerdo, la memoria rescata pedazos demolidos, olores encerrados en armarios, fotografías, cofres, añoranzas diluidas en el magma cenagoso de los años.
Una instantánea en blanco y negro sirve a la escritora para recuperar una primavera imposible y la imagen del padre perdido. Una noche de julio basta para recordar la silueta del amigo que se aleja para siempre entre la niebla. Las ruinas de la casa se levantan hacia el cielo, como un gran interrogante, pero ya no están quienes la habitaron. Sólo permanece “aquel ir y venir de las hormigas”. El farero nos relata entre delirante y náufrago la visión amorosa de la muerte que camina sobre el mar. La nostalgia nos lleva hasta un viejo almacén de cereales, antiguo teatro, en cuyas dependencias flota un aire amargo de recuerdos apagados. “Ya más de medio siglo / los recuerdos crecen”. Crecen, crecen, como vegetales sombras, como agua oceánica, como luz, como luz. Rinconadas, calles, arcos, templos, frisos, balnearios, buhardillas, Siena, Anatolia, La Habana, Giotto, Lorenzetti, Minerva, Baudelaire, Ronsard, el metro, San Michelle, Diághilev, aeropuertos, trattorías, tiendas de anticuarios… “Tanto mundo no cabe en un poema”. Tanta vida no cabe en un libro. Rememorar es un acto de recuperación histórica en la que se condensan amalgamados ecos, notas dispersas en partituras ajadas, pájaros abatidos por la tormenta de los días y las noches. Rememorar el paisaje de una existencia es acaso una forma desesperada de volver al sueño inicial, a la cálida luz del regazo, al paraíso perdido de Milton. “Miro al cielo y ya es noche cerrada, / sin que una estrella salga en mi defensa”. Mirada triste y nocturna para unos ojos extraviados en un laberinto de recuerdos. Al fondo, el silencio de un mundo sin palomas. “Oscuro en la ventana”. La soledad es una rosa prendida al corazón. Ritual del ser que contempla en silencio el paso lento de la vida, la lluvia pertinaz sobre las estaciones de la memoria. Evocación y tristeza, inocencia y río. Lugares de paso para una peregrina impenitente que, como Machado, sueña caminos de la tarde y hace poesía al andar.