TRATADO SOBRE LUCIÉRNAGAS, de PILAR VERDÚ

12 de mayo de 2017

J. R. Barat

   Si hay una palabra que define el libro es la «levedad». Pocos poemas, breves, sutiles, como alas de libélula o élitros de luciérnaga, frágiles como la luz del mundo. Títulos que son palabras solas. Palabras leves que son títulos (Vela, Caserón, Pluma, Autovía, Botas, Lámparas, Gorrión…)

 El libro se estructura en torno a tres apartados. Los dos primeros son extraordinarimamente breves (tres y cuatro apuntes poéticos respectivamente). El tercer apartado -el plato fuerte- lo conforman 14 poemas de una concisión exquisita. El libro es, en esencia, una destilación de conceptos y de reflexiones íntimas. Un caleidoscopio de luces que parpadean y se extinguen con una celeridad tan efímera como la de los propios insectos que nacen, vuelan y mueren.

   El capítulo 1 se articula en torno a un triángulo equilátero cuyo eje de luz es la luciérnaga, símbolo vital contra la oscuridad del mundo y las incertidumbres del más allá de la existencia. «Tu vuelo adamascado / dibuja laberintos en la noche». ¿Noche del alma, como decía San Juan de la Cruz? Dos campos antagónicos entablan batalla poética en la palestra de los versos. Por un lado, el ejército de la luz: fulgor, halo, incandescencia. Por otro, el de la oscuridad: noche, negritud, sombras, tiniebla. Y toda esa contienda en el espacio sutil del aire. Vuelo frágil, quebradizo, fugaz. Como la vida misma y su azar de singladuras. Cielo, estrellas. Altura existencial.

   El capítulo 2 supone un pequeño microcosmos poético dentro del conjunto del libro. Está formado por 4 poemas, como anunciábamos, pero con dos rasgos identificativos. Desde el punto de vista de la forma, estas composiones están escritas en una bellísima prosa poética. Una prosa que acude a otros recursos estilísticos, que no son la disposición versal, para crear una atmósfera de alto voltaje retórico. Por lo que respecta al contenido, los poemas hacen referencia a los cuatro elementos de los que nos hablaban los presocráticos: la tierra, el aire, el fuego y el agua. En estas pequeñas pinturas, la autora aprovecha para reflexionar poéticamente sobre algunas de las realidades de la humanidad. La guerra «es trueno tenebroso tras el cual ya no sale el arco iris». Las madres «no son sino brisa de alegre barrendero». «Los niños nunca debieran aprender qué significa guerra». La búsqueda del yo es un viaje hacia el interior más oculto de uno mismo. Ahí donde reside la verdad. Una verdad de «núcleos encendidos». Porque «si afuera hay noche / no queda más remedio / que procrear la luz en las entrañas». También el eterno retorno. Ya que «todo vuelve». Todos somos ese árbol y ese otro árbol y ese otro árbol. Todos juntos formamos ese gran bosque del que hablaba Buero Vallejo en El tragaluz. Yo soy tú. Tú eres yo. Todos somos nosotros. Como dice Pilar: «somos otros, ya marcados»… «Todos somos primogénitos».

   El capítulo 3, como decíamos, nos ofrece un repertorio de 14 reflexiones breves que se engarzan como piedras preciosas alrededor de un núcleo luminoso. Así es. En todos estos poemas hallamos la presencia explícita o implícita de la luz como materia de vida, de alegría vital, de germen y futuro. No es fortuita la presencia de Eloy Sánchez Rosillo, poeta murciano cuyos versos desprenden una bella y serena claridad. Hagamos un recorrido somero. En el poema «Nido» (originariamente publicado en Axis mundi), Pilar Verdú ahonda en uno de sus temas recurrentes: el pájaro, el vuelo, el aire. «Si eres digno de ella / no se derretirán jamás sus alas». Alusión al míto de Ícaro, protagonista de un relato donde se alían el vuelo y la luz. El poema «Vela» nos sumerge de nuevo en el tema central. Quietud, silencio, crepitación «Todo llama al misterio. Todo misterio es llama». Belleza de un retruécano que justifica, quizás, la belleza intelectual del libro. El poema «Gorrión» nos conduce de nuevo al tema del pájaro y el vuelo, a la levedad del aire, a ese espacio donde solo la luz del ser se muestra ingrávida y plena. «Tormenta» es un poema mínimo, casi un apunte. Pero suficiente para explicar la importancia de los símbolos en la poesía de Pilar Verdú. «La tormenta fustiga las ciudades. / Pero en mi casa hoy / por todos los rincones / están apareciendo mandarinas. / Guardaré la mitad por si la niebla». Anacoluto final apoteósico. Y ese olor de mandarinas que queda flotando, como una luz de almíbar… «Juego de niños», guiño a su anterior libro Reino de esponjas, en el que ya aparece el mismo sujeto poético, Carlos, el hijo amado, el niño universal, que camina por el mundo desplegando sus alas de alegría. Ay, la alegría. Otro tema luminoso recurrente en Pilar Verdú. Recordemos el famoso poeta de Axis mundi: «Bórdanos, alegría, / un jardín de claveles / sobre el fondo negrísimo». Las obsesiones de nuestra escritora -obsesiones literarias se entiende- vuelven a aparecer en el magnífico poema «Mezquindades». En Pilar Verdú cobran fuerza simbólica los árboles (En Axis mundi leíamos poemas como «Árbol» «En el bosque», «Aprendiendo del árbol»… Aquí, ahora, nos encontramos con un arce sicómoro, «una bandera blanca enarbolada». Y a partir de la variada nomenclatura del árbol (sicómoro, arce o falso plátano), Pilar Verdú reflexiona poéticamente sobre la función de las palabras en la realidad humana para percibir y narrar el mundo en que vivimos. «Caserón», poema de nostalgia y beatitud serena, donde observamos, gracias al regreso a la casa perdida «el avance del óxido». «Autovía», magnífica estampa al atardecer, «La noche… / comienza a doblegarse». Hondura metafísica con el crepúsculo al fondo. La poeta, mientras conduce, exclama extasiada: «Las luces de los hombres nada pueden / contra este resplandor». Y más adelante, como colofón, «Cuántas veces dejé de la lado la belleza / creyendo que avanzaba». Extraordinaria alegoría. Leemos «Pluma» (otra vez el pájaro, el vuelo…). Aquí se nos habla en clave sinestésica de «la blanca levedad del descenso»…,»del péndulo de luz / de este día que empieza». El último verso es un regreso a la Edad Media y a su maldita «danza de la muerte». Seguimos caminando por los versos del libro, gracias a unas sencillas «Botas», compañeras infatigables de senderos, montañas y excursiones. Las botas arrumbadas en el rincón, heridas de guijarros, ataviadas de polvo, pero que son al mismo tiempo hermanas de aventuras «en los largos caminos de la noche». Otra vez la noche oscura de San Juan de la Cruz en los desfiladeros del alma. Llegamos al final del libro y nos encontramos con tres poemas brevísimos e intensísimos («Còmo», «Luz pintora» y «Ahora».) Gozamos de referencias culturales, de alusiones mitológicas, de requiebros retóricos, aliteraciones, símiles, personificaciones… Un gozo para los sentidos. Un placer literario para los más exigentes lectores.

   Y la luz, siempre la luz. Sobre todo, cuando nos quedamos a solas con nuestra verdad sencilla y absoluta: «Ahora que estamos solos / ante nosotros mismos / devanemos la luz que va quedando. / No resulta difícil: / Me enseñaron las Parcas cómo hacerlo».

   En definitiva, tenemos entre las manos un libro breve pero intensísimo, sencillo pero denso, luminoso pero profundo. Una de esas maravillas poéticas que solo de vez en cuando, muy de vez en cuando, nos regalan los buenos escritores.


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