La Cofradía de la Luna Roja

polvo. Nos quedamos callados unos instantes mientras mamá refunfuñaba. Mi padre comenzó a revisar todas las sillas para comprobar que no había peligro. Luego tanteó la mesa del comedor, la de la cocina, el resto de los muebles, las sillas de los cuartos, las cómodas y los aparadores… Todo parecía estar en perfectas condiciones. -¡También es mala suerte! –se quejó amargamente-. Una silla defectuosa y has tenido que sentarte en ella. Parece que lo hayas hecho aposta. Mi madre se cruzó de brazos y permaneció silenciosa y huraña. -¡Vamos, Isabel! ¿No eres capaz de poner un poco de tu parte? ¡Mucha gente desearía tener una casa como esta en un paraje tan idílico! Idílico. Apunté la palabra en mi cabeza. -¿Idílico? ¿Has dicho “idílico”? ¡Para idilios estoy! -Mandaré que pongan las mosquiteras hoy mismo. Mañana a más tardar. Mi padre se volvió hacia nosotros, que no habíamos abierto la boca aún. Sonrió con expresión radiante, como si fuera un vendedor de pasta dentífrica. -Bueno, ¿y qué dicen mis soldados? Papá nos llamaba soldados cada vez que quería ganarse nuestro apoyo. Santi se alzó de hombros. -Papá, reconócelo –mascullé lo más ásperamente que pude-. Esta casa es una cueva. Y el pueblo, un cementerio. -¿Una cueva? ¿Has dicho una cueva? –mi padre soltó una carcajada sonora y se puso en jarras, las piernas abiertas, como si fuera un pistolero del oeste-. Cuando llevéis aquí un par de semanas, vais a querer quedaros para siempre. No querréis volver a Madrid. ¡Ya lo veréis! –luego, miró a mi madre con un gesto cariñoso y alegre-. ¡Y eso va por los tres! 9

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