Jaque al Emperador

CAPÍTULO 1 El llanto del niño quebró el silencio de la noche. El doctor Ferrer, que en honor a la amistad con la familia había decidido atender personalmente el primer parto de Francisca, salió de la habitación limpiándose las manos con un paño. -Enhorabuena –celebró estrechando la mano de José Romeu-. Ha sido un varón. Un varón sano y fuerte. La madre está bien. La verdad es que hemos tenido suerte. El médico dio una palmada en el hombro del comerciante de vinos y repitió sus parabienes. José rio, orgulloso y excitado; se acercó al mueble aparador, sacó una botella de cristal esmerilado, que contenía moscatel de sus propias bodegas, llenó dos cubiletes de barro hasta el mismo borde y regresó junto al galeno. Entrechocaron los vasos y apuraron de un golpe el licor. La comadrona y Társila, la sirvienta, salieron del cuarto con un montón de paños ensangrentados y el barreño con el agua que ahora ofrecía un color indefinido. -Puede pasar el padre. Seguido del médico y de la propia partera, José entró en la habitación. Se aproximó hasta el lecho, donde Francisca sonreía, iluminada por la felicidad. A su lado dormitaba el recién nacido con la expresión de un cachorrillo inocente. Tenía unas señales moradas en la garganta. Alarmado, José se volvió hacia el doctor. -¿Qué son esas marcas? ¡Parece que alguien le haya puesto una soga alrededor del cuello! -Ya te dije que nos acompañó la fortuna. El crío venía de nalgas y ha estado a punto de ahorcarse con el cordón umbilical. Pero no te preocupes. Antes de tres meses, no quedará ni rastro. -Es un niño con estrella –afirmó la partera. José la miró desconcertado. -¿Por qué dice eso? -Ha nacido de pie –recordó la comadrona con la autoridad que proporciona la superstición-. Tendrá una vida apasionante. La empresa de vinos, licores y aguardientes de José Romeu marchaba viento en popa. La calidad de los caldos y del servicio de suministro y abastecimiento que ofrecía la firma había llamado la atención de los jefes de la General Intendencia del Ejército y pronto José comenzó a proveer las despensas militares del país. Había ampliado el negocio heredado de sus abuelos con el fin de atender las numerosas exigencias de las tropas terrestres, de la Marina y hasta de la propia Casa Real. Cuatro meses después de estrenar paternidad, Romeu firmó un contrato para aprovisionar en exclusividad el departamento naval de Cartagena, uno de los puertos más prósperos del Mediterráneo, así como las plazas dependientes del Oranesado en el norte de África. El niño, a quien habían bautizado con el nombre de José Francisco, dejó bien claro desde el primer momento que había heredado, además de los nombres de sus dos progenitores, la firmeza del padre y la claridad de la madre. Era un muchacho vivo y alegre. A pesar de su corta edad, su padre lo solía llevar consigo a visitar las viñas o inspeccionar las cargas destinadas a los buques mercantes atracados en el puerto. Tres años contaba José Francisco cuando nació su hermana. La llamaron Juana en honor del Bautista, porque vino al mundo el veinticuatro de junio. Fueron buenos tiempos para la familia. La bonanza económica que reinaba en el hogar de los Romeu solo se veía empañada por la incertidumbre política que se respiraba en el continente. Agonizaba el siglo. En Francia acababa de tener lugar una revolución sin precedentes en la historia. Las noticias que venían del país vecino eran alarmantes. Los reyes, Luis XVI y María Antonieta, habían sido decapitados públicamente y en las calles de todas las ciudades galas se producían a diario asesinatos, ejecuciones, incendios y alborotos. El terror y la histeria se extendían por el país donde la aristocracia y el clero, en especial, eran perseguidos por el pueblo, que los consideraba la causa de sus miserias. Libertad, igualdad, fraternidad, gritaban las turbas exaltadas, mientras

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