Jaque al Emperador

José sonrió, si bien no comentó nada más porque en aquel momento acababa de romperse la bolsa de agua y el potrillo asomaba las patas delanteras y la cabecita. -¡Vamos! ¡Esto ya está! –voceó uno de los que atendían el parto. Cuando el animal sacó el lomo completamente, Tadeo le limpió las narices para que pudiera respirar sin dificultad. Poco después, el potrillo estaba tumbado sobre la paja. Los peones se sentaron a descansar sobre pacas de pipirigallo o sacos de algarrobas y observaron a la yegua, que lamía sin descanso a su retoño. -Ahora habrá que esperar a que la madre tire las parias –añadió Tadeo mientras se limpiaba las manos y los brazos llenos de sangre en un balde. Se oyó un trueno. Los hombres alzaron las cabezas y contemplaron el cielo, que se había oscurecido de repente. -Va a llover –anunció Romeu-. Hace ya varias horas que mi pierna me lo ha anunciado. El potrillo comenzó a levantarse con dificultad y los ojos del pequeño, verdes y enormes, brillaron de entusiasmo. Tan pronto como el animalillo se irguió del todo, el chiquillo se puso a dar palmas de alegría. José se sentó junto a él y le removió la maraña de pelo con la mano derecha. -¿Cómo te llamas? El niño no apartaba la vista del potrillo. -Blasillo –dijo el padre, orgulloso-. Pero no se crea que está siempre tan quieto. En casa es un diablo. Un verdadero diablo. José Francisco escribió tres cartas a María Correa, una por estación –verano, otoño e invierno- y todas obtuvieron respuesta. Las epístolas de los dos jóvenes eran breves y carecían de artificios retóricos. La timidez adolescente les impedía hablar de sus sentimientos. Ambos emborronaban el papel con anécdotas triviales sobre la familia, los amigos y la gente que conocían. Por las cartas, José averiguó que María no tenía padres ni hermanos. Sus progenitores habían muerto en un naufragio, cuando ella apenas contaba un año, y por esa razón vivía con sus tíos. José Francisco hablaba de los viñedos que poblaban el valle de Murviedro, de la fortaleza que dominaba la villa, de los árboles frutales, de las huertas y del río que cruzaba aquellos campos. En el tercer o cuarto párrafo agotaba los recursos descriptivos y entonces se quedaba pensando en ella, en sus ojos azules, en su sonrisa y en su larga cabellera dorada, y se maldecía una y otra vez por no disponer de capacidad literaria ni osadía para poner por escrito lo que le dictaba el corazón. Y entonces estampaba su firma, José Romeu –obviando siempre Francisco- y rubricaba con un garabato primoroso la carta. Aprovechando el buen tiempo y con el pretexto de volver a negociar con don Gumersindo Palmero, el comandante de intendencia del puerto de Algeciras, José tomó la decisión de regresar al sur. A tal fin viajó a Valencia la última semana de marzo, donde tomó un bergantín que tras hacer varias escalas en diferentes puertos costeros debería llegar a Algeciras el primer día de abril. Contaba ya dieciocho años. Había crecido hasta alcanzar dos varas y una cuarta larga y gozaba de un cuerpo atlético. El solo pensamiento de que iba a ver a María de nuevo le provocaba un dulce cosquilleo. En cuanto el bergantín zarpó del muelle y se hizo a la mar, supo que acababa de emprender un camino sin retorno.

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